PECADO VENIAL

Es cierto que hay un abismo entre el pecado mortal y el venial, pero aun así, el pecado venial constituye de suyo una verdadera ofensa contra Dios, una desobediencia voluntaria a sus leyes santísimas y una grandísima ingratitud a sus inmensos beneficios. Se nos pone delante, de un lado, la voluntad de Dios y su gloria, y de otro, nuestros gustos y caprichos, y ¡preferimos voluntariamente estos últimos! 

Es cierto que no los preferiríamos si supiéramos que nos iban a apartar radicalmente de Dios (y en esto se distingue el pecado venial del mortal, que salta por encima de todo y se aparta por completo de Dios volviéndole la espalda); pero es indudable que la falta de respeto y de delicadeza para con Dios es de suyo grandísima aun en el pecado venial. 

Con razón escribe Santa Teresa: 

«Pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él. Cuánto más que no hay poco, siendo contra tan gran Majestad y viendo que nos está mirando! Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado y como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad. ¿Y que esto no tiene importancia?, a mí me parece que sí, por leve que sea la culpa, sino mucha y muy mucha». 

Con todo, hay que distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad, cometidos por sorpresa o con poca advertencia y deliberación, y los que se cometen fríamente, dándose perfecta cuenta de que con ello se desagrada a Dios. 

Los primeros nunca los podremos evitar del todo, y Dios, que conoce muy bien el barro de que estamos hechos, se apiada fácilmente de nosotros. Lo único que cabe hacer con relación a esas faltas de pura fragilidad y flaqueza es tratar de disminuir su número hasta donde sea posible y evitar el desaliento, que sería fatal para el adelanto en la perfección.

(Teología de la perfección cristiana, Antonio Royo Marín)

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