GRACIAS, SEÑOR



Gracias, Señor,  por habernos evitado
la caída en la fosa, porque de no
haber sido por aquella muerte,
la humanidad entera habría sido
devorada por la victoria del Enemigo.

Gracias, Señor, y siempre serán
pocas, por habernos protegido
de nuestras particulares maldades
y por interceder ante Dios por nosotros.

Gracias, Señor,  porque al haber
vencido a la Muerte con aquella Cruz
terrible, se cerraron las puertas
del Infierno para los que creen en Tí,
y aunque es bien cierto que, como
pecadores que somos, caemos
demasiadas veces en la tentación,
no por eso Tú, Cristo, con tu sangre,
dejas de librarnos de una muerte
eterna más que merecida y segura.

Gracias, Señor, muerto por nosotros,
por ser tan perseverante
en el amor y tan constante en el perdón.
Si perdonaste a los que te estaban
matando de aquella forma tan
innecesaria y brutal, qué no harás
con aquellos que cumplen tu voluntad.

Gracias, Señor,  porque con la sangre
y el agua de tu costado herido,
confirmaste la realidad eucarística
a la que habías dado forma,
una horas antes, en aquella Santa Cena
y así te quedaste con nosotros
para siempre, siempre, siempre.

Gracias, Señor, por aquellas heridas,
expresión de verdadero amor,
que son para nosotros, una ventana
abierta a la vida eterna desde la que
podemos mirar y ver las
praderas del definitivo Reino de Dios.

(Eleuterio Fernández Guzmán)



ORACIÓN DE SANTA FAUSTINA, CONFIANZA EN LA MISERICORDIA DIVINA

Jesús, Verdad Eterna,
fortalece mis fuerzas débiles.
Tú, oh Señor, lo puedes todo. 
Se que sin Ti mis esfuerzos no valen nada. 
Oh Jesús, no Te ocultes ante mí,
porque no puedo vivir sin Ti. 
Escucha el llamado de mi alma;
no se ha agotado, Señor, Tu misericordia,
ten piedad de mi miseria. 
Tu misericordia supera la inteligencia
de los ángeles y de los hombres juntos,
y aunque me parece que no me escuchas,
no obstante he depositado mi confianza
en el mar de Tu misericordia
y sé que mi esperanza no será defraudada.
 

LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA, IMPRESIONANTE EXPLICACIÓN SOBRE LA IMPORTANCIA DE MARÍA PARA LLEGAR A JESÚS


Todos los títulos y grandezas de María arrancan del hecho colosal de su maternidad divina.
La maternidad divina la coloca a tal altura, tan por encima de todas las criaturas, que Santo Tomás de Aquino, tan sobrio y discreto en sus apreciaciones, no duda en calificar su dignidad de en cierto modo infinita .

Entre todas las criaturas, es María, sin duda ninguna, la que tiene mayor «afinidad con Dios». Y es porque María, en virtud de su maternidad divina, entra a formar parte del orden hipostático en la actual economía de la divina Providencia para la encarnación del Verbo y la redención del género humano.
La maternidad divina está por encima de la filiación adoptiva de la gracia, ya que ésta no establece más que un parentesco espiritual y místico con Dios, mientras que la maternidad divina de María establece un parentesco de naturaleza, una relación de consanguinidad con Jesucristo, y una especie de afinidad con toda la Santísima Trinidad.

La maternidad divina, que termina en la persona increada del Verbo hecho carne, supera de una manera infinita, a la gracia y la gloria de todos los elegidos y a la plenitud de gracia y de gloria recibida por la misma Virgen María.

De este hecho colosal—María Madre del Dios redentor—arranca el llamado principio del consorcio, en virtud del cual Jesucristo asoció íntimamente a su divina Madre a toda su misión redentora y santificadora. Por eso, todo lo que Él nos mereció con mérito de rigurosa justicia, nos lo mereció también María, aunque con distinta clase de mérito.  Para hallar la gracia de Dios hay que hallar a María.

¿POR QUÉ ASÍ?
a) Porque sólo María ha hallado gracia delante de Dios, ya para sí, ya para todos y cada uno de los hombres en particular.


b) Porque María dio el ser y la vida al Autor de la gracia, y por eso se la llama Mater gratiae.


c) Porque Dios Padre, de quien todo don perfecto y toda gracia desciende como de su fuente esencial, dándole a su divino Hijo, le dio a María todas las gracias.


d) Porque Dios la ha escogido como tesorera, administradora y dispensadora de todas las gracias, de suerte que todas pasan por sus manos; y conforme al poder que ha recibido, reparte Ella a quien quiere, como quiere, cuando quiere y cuanto quiere las gracias del Eterno Padre, las virtudes de Jesucristo y los dones del Espíritu Santo.


e) Porque así como en el orden de la naturaleza ha de tener el niño padre y madre, así en el orden de la gracia, para tener a Dios por Padre, es menester tener a María por Madre.


f) Porque así como María ha formado la Cabeza de los predestinados, Jesucristo, a ella pertenece formar los miembros de esta Cabeza, que somos los cristianos; que no forman las madres cabezas sin miembros ni miembros sin cabeza.

Quien quiera, pues, ser miembro de Jesucristo, lleno de gracia y de verdad, debe dejarse formar por María mediante la gracia de Jesucristo, que en ella plenamente reside, para comunicarla de lleno a los miembros verdaderos de Jesucristo y a los verdaderos santos.

g) Porque el Espíritu Santo, que se desposó con María y en ella, por ella y de ella formó su obra maestra, el Verbo encarnado, Jesucristo, como jamás ha repudiado a María y ésta sigue siendo su verdadera esposa, continúa produciendo todos los días en ella y por ella a los predestinados por verdadero, aunque misterioso, modo.


h) Porque, como dice San Agustín, en este mundo los predestinados están encerrados en el seno de María y no salen a luz hasta que esa buena Madre les conduce a la vida eterna. Por consiguiente, así como el niño recibe todo su alimento de la madre, que se lo da proporcionado a su debilidad, así los predestinados sacan todo su alimento espiritual y toda su fuerza de María.



En fin: nadie imagine—como ciertos falsos iluminados—que María por ser criatura es impedimento para la unión con el Creador.
No es ya María quien vive, es Jesucristo solo quien vive en ella.


La transformación de María en Dios excede a la de San Pablo y todos los otros santos, más que el cielo a la tierra.
Por eso, cuanto más unida está un alma a María, tanto más íntimamente permanece unida a Dios, que habita en ella.
Quien encuentra a María, encuentra en ella a Jesús, y en Jesús a Dios.
No hay camino más seguro y rápido para encontrar a Dios que buscarlo en María.
Según el orden establecido por la divina Sabiduría, como dice Santo Tomás, no se comunica Dios ordinariamente a los hombres, en el orden de la gracia, sino por María.
Para subir y unirse a Él preciso es valerse del mismo medio de que El se valió para descender a nosotros, para hacerse hombre y comunicarnos sus gracias; y ese medio tiene un nombre dulcísimo: María.

Para entrar en los planes de Dios es, pues, necesario tener una devoción entrañable a María. Ella nos conducirá a Jesús y trazará en nuestras almas los rasgos de nuestra configuración con Él, que constituyen la esencia misma de nuestra santidad y perfección.



He aquí cómo demuestra esta verdad San Luis María Grignion de Montfort. Al hablar de los motivos para tener una gran devoción a María, dice que uno de los principales es porque conduce a la unión con Nuestro Señor y afirma que éste es el camino más fácil, más breve, más perfecto y más seguro.


Camino fácil: es el camino que Jesucristo ha abierto viniendo a nosotros, y en el que no hay obstáculo alguno para llegar a Él. La unción del Espíritu Santo lo hace fácil y ligero.


Camino corto: ya porque en él no se extravia nadie, ya porque por él se anda con más alegría y facilidad y, por consiguiente, con más prontitud. En el seno de María es donde los jovencitos se convierten en ancianos por la luz, por la santidad, por la experiencia y por la sabiduría, llegando en pocos años a la plenitud de la edad en Jesucristo.


Camino perfecto: pues María es la más santa y la más perfecta de todas las criaturas, y Jesucristo, que ha venido de la manera más perfecta a nosotros, no ha tomado otro camino en tan grande y admirable viaje.


Camino seguro: porque el oficio de María es conducirnos con toda seguridad a su Hijo, así como el de Jesucristo es llevarnos con seguridad a su Eterno Padre. La dulce Madre de Jesús repite siempre a sus verdaderos devotos las palabras que pronunció en las bodas de Cana enseñándonos a todos el camino que lleva a Jesús: «Haced todo lo que El os diga» (Jn. 2,5).

Fuente: 
Teología de la perfección cristiana (Antonio Royo Marín)

MARÍA ES REINA DE MISERICORDIA


María es reina de la misericordia, atenta únicamente a la piedad y al perdón de los pecadores.  dice san Buenaventura: “María está llena de unción de misericordia y de óleo de piedad, por eso Dios la ungió con óleo de alegría”.
 Pregunta san Bernardo: ¿Por qué la Iglesia llama a María reina de misericordia? Y responde: “Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por enormes que sean sus pecados, que se pierda si María lo protege”.
Pero ¿podremos temer que María se desdeñe de interceder por algún pecador al verlo demasiado cargado de pecados? ¿O nos asustará, tal vez, la majestad y santidad de esta gran reina? No, dice san Gregorio; cuanto más elevada y santa es ella, tanto más es dulce y piadosa con los pecadores que quieren enmendarse y a ella acuden”. Los reyes y reinas, con la majestad que ostentan, infunden terror y hacen que sus vasallos teman aparecer en su presencia. Pero dice san Bernardo: ¿Qué temor pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si ella no tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca, sino que se manifiesta toda dulzura y cortesía? ¿Por qué ha de temer la humana fragilidad acercarse a María? En ella no hay nada de austero ni terrible. Es todo suavidad ofreciendo a todos leche y lana”.



María no sólo otorga dones, sino que ella misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener suma confianza y la lana de su protección para embriagarnos contra los rayos de la divina justicia. Tiene un corazón tan piadoso y benigno, que no puede sufrir el dejar descontento a quien le ruega.

“Es tan benigna –dice Luis Blosio- que no deja que nadie se marche triste”. Pero ¿cómo puedes, oh María –le pregunta san Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina de la misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables?
Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable pecador, soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh reina de la misericordia”. Tú eres la reina de la misericordia y yo el pecador más miserable de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus súbditos, tú debes tener más cuidado de mí que de todos los demás. Ten piedad de nosotros, reina de la misericordia, y procura nuestra salvación.


Y no nos digas, Virgen santa, parece decirle Jorge de Nicomedia, que no puedes ayudarnos por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes tal poder y piedad que excede a todas las culpas imaginables.

Nada resiste a tu poder, pues tu gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y el Hijo, gozando con tu gloria, como pagándose una deuda, da cumplimiento a todas tus peticiones. Quiere decir que si bien María tiene una deuda infinita  con su Hijo por haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede negarse que también el Hijo está sumamente agradecido a esta Madre por haberle dado el ser humano; por lo cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a María, gozando con su gloria, la honra especialmente escuchando siempre todas su plegarias.
 

 Cuánta debe ser nuestra confianza en esta Reina sabiendo lo poderosa que es ante Dios, y tan rica y llena de misericordia que no hay nadie en la tierra que no participe y disfrute de la bondad y de los favores de María. Así lo reveló la Virgen María a santa Brígida: “Yo soy –le dijo la reina del cielo y madre de la misericordia- la alegría de los justos y la puerta para introducir los pecadores a Dios. No hay en la tierra pecador tan desventurado que se vea privado de la misericordia mía.


Porque si otra gracia por mí no obtuviera, recibe al menos la de ser menos tentado de los demonios de lo que sería de otra manera. No hay ninguno tan alejado de Dios, que, si me invocare, no vuelva a Dios y alcance la misericordia”. Todos me llaman la madre de la misericordia, y en verdad la misericordia de Dios hacia los hombres me ha hecho tan misericordiosa para con ellos. Por eso será desdichado y para siempre en la otra vida el que en ésta, pudiendo recurrir a mí, que soy tan piadosa con todos y tanto deseo ayudar a los pecadores, infeliz no acude a mí y se condena.

Acudamos, pues, pero acudamos siempre a las plantas de esta dulcísima reina si queremos salvarnos con toda seguridad. Y si nos espanta y desanima la vista de nuestros pecados, entendamos que María ha sido constituida reina  de la misericordia para salvar con su protección a los mayores y más perdidos pecadores que a ella se encomiendan. Éstos han de ser su corona en el cielo como lo declara su divino esposo: “Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano, ven y serás coronada... desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos” (Ct 4, 8).

¿Y cuáles son esas cuevas y montes donde moran esas fieras y monstruos sino los miserables pecadores cuyas almas se convierten en cubil de los pecados, los monstruos más deformes que puede haber? Pues bien, comenta el abad Ruperto, precisamente de estos miserables pecadores salvados por su mediación, oh gran reina, te verás coronada en el paraíso, ya que su salvación será tu corona, corona muy apropiada para una reina de misericordia y muy digna de ella.

Fuente:
Las Gloria de María, san Alfonso María de Ligorio

LA FIGURA DE SAN JOSÉ EN EL EVANGELIO


La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado.

San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabernos parte de la familia de Dios. San José nos da esas lecciones siendo, como fue, un hombre corriente, un padre de familia, un trabajador que se ganaba la vida con el esfuerzo de sus manos.


Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de Israel. No sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.

Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años como uno más entre nosotros.



La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino, hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos; quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de esfuerzo y de sudor.


De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.

Se suele representar a San José como un hombre anciano, pero quizás era joven y fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, porque para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor.


La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas.


Era José, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.


Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió  la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad.

José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mi cosas grandes  Aquel que es Todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez.


José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Sagrada Escritura alaba a José, afirmando que era justo. Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo.

En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres.

Fuente:
"En el taller de San José", san Josemaría Escrivá


 

¡MENUDO CHASCO TE VAS A LLEVAR SI NO HAY CIELO!


Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento.
Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el
fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.


El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar! En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno.

Aun suponiendo, que no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales.

Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre: “Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos...” ¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo?
Y, en cambio, ¿qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos? Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la partida a los incrédulos.
Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la suya.

(Antonio Royo Marín)

 

EMOTIVO POEMA DE UN ANCIANO QUE ENCUENTRAN SUS ENFERMERAS AL MORIR

El anciano de joven, el día de su boda

Muchos ancianos esperan día tras día una simple llamada, visita o hasta carta de sus familiares en las residencias donde viven. Pero son muchos los casos en que esto no sucede ya que los familiares por cientos de motivos o falta de tiempo no lo hacen y puede que sea muy tarde después. Hay muchas enfermeras que ven a los ancianos como estorbos o como cascarrabias , y este fue el caso de este anciano. Lo veían como una persona un tanto cascarrabias y al morir, cuando estas enfermeras se dieron a la tarea de limpiar su cuarto, encontraron un poema para ellas, que sin duda les arranco lágrimas de tristeza y emoción:


Qué veis vosotras, enfermeras? ¿Qué veis?
¿Qué pensáis cuando me veis?
Un viejo cascarrabias, no muy listo.
Con hábitos extraños y mirada distante.
Al que la comida le cae por la comisura de los labios  y nunca responde.
Al que decís en alto: „Al menos podría intentarlo“.
Que parece no darse cuenta de las cosas
que hacéis.Y que siempre pierde algo.
¿Un calcetín o un zapato?
Que, oponiendo resistencia o sin oponerla,
os deja hacer.
Que ocupa sus largos días con el baño o la comida.¿Es eso lo que pensáis?
¿Es eso lo que veis?
Pues entonces abrid los ojos,
enfermeras, vosotras no me veis.
Os diré quién soy, ahora que estoy sentado
haciendo lo que me decís
y comiendo cuando me pedís:
Soy un niño de 10 años, con padre y madre,
hermanos y hermanas, que se quieren.
Un chico de 16 con alas en los pies,
que sueña con encontrar pronto el amor.
Un novio con 20, al que el corazón le brinca.
Que recuerda los votos que prometió cumplir.
Que con 25 ya tiene sus propios niños,
A los que ha de guiar y dar un seguro hogar.
Un hombre con 30, cuyos hijos crecen rápido.
Unidos los unos a los otros
con lazos que han de durar.
Con 40, mis jóvenes hijos han crecido
y se han ido.
Pero mi mujer está conmigo para ver
que no entristezco.
Con 50 vuelven a jugar bebés en mi regazo.
Volvemos a conocer a niños, mi amor y yo.
Días oscuros sobre mí, mi mujer ha muerto.
Miro al futuro y me estremezco.
Mis hijos tienen sus propios hijos.
Y pienso en los años y en el amor que conocí.
Yo soy ahora un viejo. La naturaleza es terrible.
Me río de mi edad como un idiota.
Mi cuerpo se viene abajo.
Gracia y fuerza se despiden.
Ahora solo queda una piedra,
donde latía un corazón.
Pero en esta vieja carcasa
aún vive un hombre joven.
Y mi maltrecho corazón se hincha.
Me acuerdo de las alegrías,
me acuerdo de las penas.
Y vivo y amo, todos los días.
Pienso en los años, tan pocos
y que se fueron tan rápido.
Acepto el hecho de que nada puede quedar.
Así que abrid los ojos. Abridlos y mirad.
Nada de viejo cascarrabias.
Mirad más de cerca. ¡Vedme a MÍ!

VÍA CRUCIS POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, CÓMO REZARLO


El Vía Crucis consiste en acompañar a Jesús en su Pasión y Muerte, en sus horas finales, repasando 14 momentos (las 14 Estaciones del Vía Crucis) desde que fue condenado a muerte hasta su sepultura.


El Vía Crucis se reza de pie, y en algunos momentos de rodillas.  Debe hacerse caminando, deteniéndose en cada estación, para recordar el camino de Jesús al Calvario.  Es por eso que las imágenes de la representación del Vía Crucis están en la pared, alrededor del templo.  Si se reza en casa, ayuda tener en la mano imágenes de la Pasión y Muerte del Señor, para que puedas recordar e imaginar su dolor.


1.- Por la señal, de la Santa Cruz de nuestros enemigos líbranos, Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

2.- Oración inicial:
Existen variantes de la oración inicial, aquí te dejamos algunas:
«Señor, que la meditación de tu Pasión y Muerte nos anime y ayude a tomar la cruz de cada día y seguirte, para un día resucitar contigo en la gloria. Amén».


«Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a Ti, para que con tus santos te alabe, por los siglos de los siglos. Amén».

3.- Acto de Contrición
«Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y redentor mío; por ser Vos quien sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia propongo firmemente nunca más pecar, confesarme, y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén».


4.- Inicio del rezo de las estaciones
Se enuncia cada estación y se repite:
«Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa Cruz redimiste al mundo».
Luego se realiza una pequeña meditación. Terminada cada estación se rezan un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

VIA CRUCIS por 
SAN ALFONSO MARIA LIGORIO



 I ESTACIÓN
Jesús sentenciado a muerte

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo Jesús, después de haber sido azotado y coronado de espinas, fue injustamente sentenciado por
Pilato a morir crucificado.

ADORADO Jesús mío:
mis pecados fueron más bien que Pilato, los que os sentenciaron a muerte. Por los méritos de este doloroso paso, os suplico me asistáis en el camino que va recorriendo mi alma para la eternidad. Os amo, ¡ oh Jesús mío más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mi como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor. 




II ESTACIÓN
Jesús carga con la cruz  

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo Jesús, andando este camino con la cruz a cuestas, iba pensando en ti y ofreciendo a su Padre por tu salvación la muerte que iba a padecer.

AMABILÍSIMO Jesús mío:
abrazo todas las tribulaciones que me tenéis destinadas hasta la muerte, y os ruego, por los méritos de la pena que sufristeis llevando vuestra Cruz, me deis fuerza para llevar la mía con perfecta paciencia y resignación. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mi mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.



 III ESTACIÓN
 Primera caída

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.  

Considera esta primera caída de Jesús debajo de la Cruz. Sus carnes estaban despedazadas por los azotes; su cabeza coronada de espinas, y había ya derramado mucha sangre, por lo cual estaba tan débil, que apenas podía caminar; llevaba al mismo tiempo aquel enorme peso sobre sus hombros y los soldados le empujaban; de modo que muchas veces desfalleció y cayó en este camino. 

AMADO Jesús mío:
más que el peso de la Cruz, son mis pecados los que os hacen sufrir tantas penas. Por los méritos de esta primera caída, libradme de incurrir en pecado mortal. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío !, más que a mi mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor. 





IV ESTACIÓN
Jesús se encuentra con su
afligida madre

 V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

 Considera el encuentro del Hijo con su Madre en este camino. Se miraron mutuamente Jesús y Maria, y sus miradas fueran otras tantas flechas que traspasaron sus amantes corazones.

AMANTÍSIMO Jesús mío:
por la pena que experimentasteis en este encuentro, concededme la gracia de ser verdadero devoto de vuestra Santísima Madre. Y Vos, mi afligida Reina, que fuisteis abrumada de dolor, alcanzadme con vuestra intercesión una continua y amorosa memoria de la Pasión de vuestro Hijo. Os amo, ¡Oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade.
Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.




V ESTACIÓN
 Jesús es ayudado por el cirineo
a llevar la cruz
 
V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

 Considera cómo los judíos, al ver que Jesús iba desfalleciendo cada vez más, temieron que se les muriese en el camino y, como deseaban verle morir de la muerte infame de Cruz, obligaron a Simón el Cirineo a que le ayudase a llevar aquel pesado madero.

DULCÍSIMO Jesús mío:
No quiero rehusar la Cruz, como lo hizo el Cirineo, antes bien la acepto y la abrazo; acepto en particular la muerte que tengáis destinada para mí, con todas las penas que la han de acompañar, la uno a la vuestra, y os la ofrezco. Vos habéis querido morir por. mi amor, yo quiero morir por el vuestro y por daros gusto; ayudadme con vuestra gracia. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío! más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.



VI ESTACIÓN 
La Verónica limpia el rostro de Jesús

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo la devota mujer Verónica, al ver a Jesús tan fatigado y con el rostro bañado en sudor y sangre, le ofreció un lienzo, y limpiándose con él nuestro Señor, quedó impreso en éste su santa imagen.

AMADO Jesús mío:
 En otro tiempo vuestro rostro era hermosísimo; mas en este doloroso viaje, las heridas y la sangre han cambiado en fealdad su hermosura.
¡ Ah Señor mío, también mi alma quedó hermosa a vuestros ojos cuando recibí la gracia del bautismo, mas yo la he desfigurado después con mis pecados.
Vos sólo, ¡ oh Redentor mío!, podéis restituirle su belleza pasada: hacedlo por los méritos de vuestra Pasión. Os amo, ¡oh Jesús, amor mío!, más que a mi mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade.
Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 


VII ESTACIÓN
Segunda caída

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera la segunda caída de Jesús debajo de la Cruz, en la cual se le renueva el dolor de las heridas de su cabeza y de todo su cuerpo al afligido Señor.

OH pacientísimo Jesús mío:
Vos tantas veces me habéis perdonado, y yo he vuelto a caer y a ofenderos. Ayudadme, por los méritos de esta nueva caída, a perseverar en vuestra gracia hasta la muerte. Haced que en todas las tentaciones que me asalten, siempre y prontamente me encomiende a Vos. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío! más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 



VIII ESTACIÓN
Jesús consuela a las hijas de Jerusalén

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo algunas piadosas mujeres, viendo a Jesús en tan lastimosa estado, que iba derramando sangre por el camino, lloraban de compasión; mas Jesús les dijo: no lloréis por mí, sino por vosotras mismas y por vuestras hijos.

AFLIGIDO Jesús mío:
Lloro las ofensas que os he hecho, por los castigos que me han merecido, pero mucho más por el disgusto que os he dado a Vos, que tan ardientemente me habéis amado. No es tanto el Infierno, como vuestro amor, el que me hace llorar mis pecados. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 



IX ESTACIÓN
Tercera caída 

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera la tercera caída de Jesucristo. Extremada era su debilidad y excesiva la crueldad de los verdugos, que querían hacerle apresurar el paso, cuando apenas le quedaba aliento para moverse.
ATORMENTADO Jesús mío:
Por los méritos de la debilidad que quisisteis padecer en vuestro camino al Calvario, dadme la fortaleza necesaria para vencer los respetos humanos y todos mis desordenados y perversos apetitos, que me han hecho despreciar vuestra amistad.
Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade.
Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 



X ESTACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo al ser despojado Jesús de sus vestiduras por los verdugos, estando la túnica interior pegada a las carnes desolladas por los azotes, le arrancaran también con ella la piel de su sagrado cuerpo. Compadece a tu Señor y dile:

INOCENTE Jesús mío:
Por los méritos del dolor que entonces sufristeis, ayudadme a desnudarme de todos los afectos a las cosas terrenas, para, que pueda yo poner todo mi amor en Vos, que tan digno sois de ser amado. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor. 




XI ESTACIÓN
Jesús es clavado en la cruz 
 

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo Jesús, tendido sobre la Cruz, alarga sus pies y manos y ofrece al Eterno Padre el sacrificio de su vida por nuestra salvación; le enclavan aquellos bárbaros verdugos y después levantan la Cruz en alto, dejándole morir de dolor, sobre aquel patíbulo infame.

OH despreciado Jesús mío:
Clavad mi corazón a vuestros pies para que quede siempre ahí amándoos y no os deje más. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido: no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez: haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.




XII ESTACIÓN
Jesús muere en la Cruz

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo Jesús, después de tres horas de agonía, consumido de dolores y exhausto de fuerzas su cuerpo, inclina la cabeza y expía en la Cruz.

OH difunto Jesús mío:
Beso enternecido esa Cruz en que por mí habéis muerto. Yo, por mis pecados, tenía merecida una mala muerte, mas la vuestra es mi esperanza. Ea, pues, Señor, por los méritos de vuestra santísima muerte, concededme la gracia de morir abrazado a vuestros pies y consumido por vuestro amor. En vuestras manos encomiendo mi alma.
Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 


XIII ESTACIÓN
Jesús es bajado de la Cruz

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo, habiendo expirado ya el Señor, le bajaron de la Cruz dos de sus discípulos. José y Nicodemo, y le depositaran en los brazos de su afligida Madre, María, que le recibió con ternura y le estrechó contra su pecho traspasado de dolor.

OH Madre afligida;
Por el amor de este Hijo, admitidme por vuestro siervo y rogadle por mí. Y Vos, Redentor mío, ya que habéis querido morir por mí, recibidme en el número de los que os aman más de veras, pues yo no quiero amar nada fuera de Vos. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade. Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.
 


XIV ESTACIÓN
Jesús es colocado en el sepulcro

V. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Considera cómo los discípulos llevaron a enterrar o Jesús, acompañándole también su Santísima Madre, que le depositó en el sepulcro con sus propias manos. Después cerraron la puerta del sepulcro y se retiraron.

OH Jesús mío sepultado:
Beso esa losa que os encierra.
Vos resucitasteis después de tres días; por vuestra resurrección os pido y os suplico me hagáis resucitar glorioso en el día del juicio final para estar eterna-mente con Vos en la Gloria, amándoos y bendiciéndoos. Os amo, ¡ oh Jesús, amor mío!, más que a mí mismo, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido; no permitáis que vuelva a separarme de Vos otra vez; haced que os ame siempre y disponed de mí como os agrade.
Amén.

Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

Amado Jesús mío,
Por mí vas a la muerte,
Quiero seguir tu suerte,
Muriendo por tu amor;
Perdón y gracia imploro,
Transido de dolor.



ORACIÓN FINAL:
«Jesús, llévanos a arrepentirnos de nuestros pecados que te han crucificado».






 


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