¿POR QUÉ DEBEMOS TENER CONFIANZA EN JESUCRISTO?

San Alfonso María de Ligorio escribe que el amor que Jesucristo nos manifestó por todo lo que hizo por nosotros, nos debe inspirar gran confianza.



David depositaba toda su confianza en el futuro Redentor, y exclamaba: “En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás; Señor, Dios de verdad” (Ps. 30, 6). ¡Con cuánta mayor razón habremos nosotros de confiar en Jesucristo después de venido al mundo y acabado la obra de la redención!

Si tenemos sobrados motivos de temer la muerte eterna, merecida por nuestros pecados, mayores y más fuertes motivos tenemos para esperar la vida eterna, apoyados en los méritos de Jesucristo, que son de infinito valor y más poderosos para salvarnos que lo fueron nuestros pecados para perdernos. Habíamos pecado y merecido el infierno, pero el Redentor vino a cargar con todas nuestras culpas y las expió con sus padecimientos: “Mas nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre sí” (Is. 53, 4).


¡Y cuánto mejor habla a favor nuestro y nos alcanza divina misericordia la sangre de Jesucristo que hablaba contra Caín la sangre de Abel! Pecadores, dice el Apóstol, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los pecadores y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre. 

Cierto que de todas nuestras culpas habemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro juez? “El Padre... todo el juicio lo ha entregado al Hijo” (Jn. 5, 22). Consolémonos, pues, que el Eterno Padre puso nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor.
San Pablo nos anima con estas palabras: “¿Quién será el que condene? Cristo Jesús  intercede por nosotros” (Rom. 8, 34). ¿Quién es el juez que nos ha de condenar?
El mismo Salvador, que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo, y, en consecuencia, murió, y, no contento con ello, ahora en el cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación.



Santo Tomás de Villanueva dice al pecador: «¿Qué temes, pecador? ¿Por qué desconfías? ¿Cómo te condenará, si te arrepientes, quien murió para que no te condenaras? ¿Cómo rechazará a quien a Él vuelve el que bajó del cielo para buscarte?». 

Y si por razón de nuestra flaqueza tememos sucumbir a los asaltos de nuestros enemigos, contra los cuales es menester combatir, he aquí, según dice el Apóstol, lo que tenemos que hacer: “Corramos, por medio de la paciencia, la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión” (Hebr. 12, 1-2). Corramos, pues, con ánimo esforzado a la pelea, mirando a Jesús crucificado, que desde la cruz nos brinda con su auxilio y nos promete la victoria y la corona.

Si en lo pasado caímos, fue por no haber mirado las llagas y las ignominias que nuestro Redentor padeció y por no haberle pedido su ayuda.
En cuanto a lo porvenir, no dejemos de tener ante la vista cuanto por nosotros padeció y cuán presto se halla a socorrernos desde el punto que acudamos a Él, y así a buen seguro que saldremos triunfantes de nuestros enemigos.
Santa Teresa decía, con su intrépido espíritu: «Yo deseo servir a este Señor... No entiendo estos miedos: ¡Demonio!, ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar».
Por el contrario, decía la Santa que, si no ponemos en Dios toda nuestra confianza, de poco o ningún provecho será toda nuestra diligencia: «Buscaba remedio, hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios».

Santa Teresa de Jesús


¡Qué grandes misterios de confianza y amor son para nosotros la pasión de Jesucristo y el Santísimo Sacramento del Altar!, misterios que fueran increíbles si la fe no nos certificara de ellos.
¡Un Dios omnipotente querer hacerse hombre, derramar toda su sangre y morir de dolor sobre un patíbulo!, y ¿para qué? ¡Para pagar por nuestros pecados y salvar así a los rebeldes gusanillos! Y ¡querer dar después a tales gusanillos su mismo cuerpo, sacrificado en la cruz, y dárselo en alimento para unirse estrechamente a ellos! ¡Oh Dios, tales misterios debieran inflamar en amor todos los corazones de los hombres! ¿Qué pecador, por perdido que se crea, podrá desesperar del perdón si se arrepiente del mal hecho, viendo a un Dios tan enamorado de los hombres e inclinado a dispensarles toda suerte de bienes? Esto inspiraba tanta confianza a San Buenaventura, que prorrumpía en estas palabras: «¿Cómo podrá negarme las gracias necesarias a la salvación aquel que tanto hizo y sufrió por salvarme?... Iré a Él fundado en toda esperanza, pues no me negará nada quien por mí quiso morir».  “Lleguémonos, pues –nos dice el Apóstol–, con segura confianza al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y hallemos gracia en orden a ser socorridos en el tiempo oportuno”
(Hebr. 4, 16). 





No nos turben nuestras miserias, que en Jesús crucificado encontraremos toda riqueza y toda gracia. Los méritos de Jesucristo nos han enriquecido con todos los tesoros divinos, y no hay gracia que podamos desear que no la alcancemos pidiéndosela. 

Dice San León que Jesucristo, con su muerte, nos acarreó mayores bienes que males nos acarreara el demonio con el pecado, con lo que declaraba lo que ya había dicho San Pablo, que el don de la redención fue mayor que el pecado, y que la gracia excedió al delito. Por eso nos animó el Salvador a esperar toda suerte de favores y gracias, fiados en sus merecimientos, enseñándonos, además, Él mismo la fórmula que habíamos de emplear para alcanzar cuanto quisiéramos de su Padre: “En verdad, en verdad os digo: si alguna cosa pidiereis al Padre, os la concederá en nombre mío” (Jn. 16, 23). Pedid, dice, cuanto deseéis, pero pedidlo al Padre en mi nombre, y os prometo que seréis oídos.

En efecto, ¿cómo podría el Padre negarnos gracia alguna después de habernos dado a su propio Hijo, a quien ama como a sí mismo? “Quien a su propio Hijo no perdonó, antes por nosotros todos lo entregó, ¿cómo no juntamente con Él nos dará de gracia todas las cosas?” (Rom. 8, 32).

Si la flaqueza nuestra estuviere con demasiados temores congojada, pensando que Dios se ha olvidado –como la vuestra lo está–, provee el Señor de consuelo, diciendo en el profeta Isaías: ¿Por ventura se puede olvidar la madre de no tener misericordia del niño que parió de su vientre?
Pues si aquélla se olvidare, yo no me olvidaré de ti, que en mis manos te tengo escrita. 



¡Oh Cristo, puerto de seguridad para los que, acosados de las ondas tempestuosas de su corazón, huyen de ti! ¡Oh Cristo, diligente y cuidadoso pastor, cuán engañado está quien en ti y de ti no se fía!...
Por esto dices:
"No volví la faz a quien me la hería, ¿y he de volverla a quien la mira para adorarla? ¡Qué poca confianza es ésta, que viéndome de mi voluntad despedazado en mano de perros que por amor a los hijos, estar los hijos dudosos de mí si los amo, amándome ellos! ¿A quién desprecié que me quisiese? ¿A quién desamparé que me llamase?".  

Fuente: 
Práctica de amor a Jesucristo (San Alfonso María de Ligorio)

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