PULSA LAS DIEZ CUERDAS (San Agustín)


Hay una guerra que sostiene el hombre consigo mismo, luchando contra sus malos deseos, frenando la avaricia, extirpando el orgullo, sofocando la ambición, degollando la lujuria. 

Toma la cítara y pulsa estas diez cuerdas y mata las fieras: 

Pulsas la primera cuerda, por la que se adora a un único Dios, y cae la bestia de la superstición. 

Pulsas la segunda, por la que no tomas en vano el nombre del Señor, y cae la bestia del error de las herejías nefandas, que creyeron que podían tomarlo en vano. 

Pulsas la tercera cuerda, en la que, mirando a la esperanza del futuro descanso, haces lo que haces, y das muerte al amor de este mundo, más cruel que las otras bestias. En efecto, por el amor de este mundo se fatigan los hombres en todos sus negocios; tú fatígate en todas tus buenas obras no por el amor de este mundo, sino por el eterno descanso que promete Dios.

Pulsas la cuarta cuerda, para ofrecer honor a los padres, y cae la bestia del desafecto: Honra a tu padre y a tu madre 

Pulsas la quinta cuerda y cae la bestia de la lujuria: No cometerás adulterio.

Pulsas la sexta cuerda, cayó la bestia de la crueldad.

Pulsas la séptima cuerda, cayó la bestia de la rapacidad: No robarás.

Pulsas la octava cuerda, cayó la bestia de la falsedad. No levantarás falso testimonio.

Pulsas la novena cuerda, cayó la bestia del pensamiento adulterino. Porque una cosa es fornicar con otra mujer y otra apetecer la mujer ajena. Por eso se dieron dos mandamientos: No cometerás adulterio y No desearás la mujer de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo 

Pulsas la décima cuerda, cayó la bestia de la codicia. No desearás la propiedad de tu prójimo.

Y así, al caer todas las bestias, caminas seguro e inocente en el amor de Dios y en la sociedad de los hombres. Pulsando las diez cuerdas, ¡cuántas bestias matas! Porque bajo estas cabezas hay muchas otras cabezas. En cada cuerda no matas una sola bestia, sino manadas de ellas. Y así cantarás el cántico nuevo con amor, no con temor.

(San Agustín)

EL CIELO Y NUESTRO AMOR A DIOS (El amor de Dios no está en los sentimientos, está en la voluntad).

 


Me temo que mucha gente vea el cielo como un lugar donde encontrarán a los seres queridos difuntos, más que el lugar donde encontrarán a Dios. Es cierto que en el cielo veremos a las personas queridas, y que nos alegrará su presencia, pero cuando estemos con Dios, estaremos con todos los que con El están.

Pero el Cielo es algo más que una reunión de familia. En una escala infinitamente mayor, Dios es más importante. 

Nunca se resaltará bastante que la felicidad del Cielo consiste, esencialmente, en la visión intelectual de Dios -la final y completa posesión de Dios, al que hemos deseado y amado débilmente y de lejos-. Y si éste ha de ser nuestro destino -estar eternamente unidos a Dios por el amor-, de ello se desprende que hemos de empezar a amarle aquí en esta vida.Si no hay un principio de amor de Dios en nuestro corazón, aquí, sobre la tierra, no puede haber la fruición del amor en la eternidad.

Para esto nos ha puesto Dios en la tierra, para que, amándole, pongamos los cimientos necesarios para nuestra felicidad en el cielo y hay un solo modo de probar nuestro amor a Dios, y es haciendo lo que El quiere que hagamos, siendo la clase de hombre que Él quiere que seamos. El amor de Dios no está en los sentimientos, está en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino por lo que estamos dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios.

Y cuanto más hagamos por Dios aquí, tanto mayor será nuestra felicidad en el cielo.

(La fe explicada, Leo J. Trese)

VEN ESPÍRITU SANTO, LUZ Y GOZO



Ven, Espíritu Santo, luz y gozo,
Amor, que en tus incendios nos abrasas:
renueva el alma de este pueblo tuyo
que por mis labios canta tu alabanza.

En sus fatigas diarias, sé descanso;
en su lucha tenaz, vigor y gracia:
haz germinar la caridad del Padre,
que engendra flores y que quema zarzas.

Ven, Amor, que iluminas el camino,
compañero divino de las almas:
ven con tu viento a sacudir al mundo
y a abrir nuevos senderos de esperanza. Amén.

Instrucción a los recién bautizados sobre la eucaristía San Ambrosio, Tratado sobre los misterios 43.47-49


 Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se dirigen al altar de Cristo, diciendo: Me acercare al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud. En efecto, despojados ya de todo resto de sus antiguos errores, renovada su juventud como un águila, se apresuran a participar del convite celestial. Llegan, pues, y, al ver preparado el sagrado altar, exclaman: Preparas una mesa ante mi. A ellos se aplican aquellas palabras del salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mi, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.


Es, ciertamente, admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que come de él no morirá para siempre, porque es el cuerpo de Cristo.

Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del cielo; aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú, si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la realidad.

Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la realidad. Escucha cómo no era más que una sombra lo que acontecía con los padres: Bebían –dice el Apóstol– de la roca que los seguía, y la roca era Cristo; pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros. Los dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz es más que la sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo del Creador más que el maná del cielo.

Instrucción a los recién bautizados sobre la eucaristía
San Ambrosio, Tratado sobre los misterios 43.47-49

 

EL ESPÍRITU SANTO


 

Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre, para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.

Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.


(San Ireneo)

ORACIÓN A LA VIRGEN DEL CARMEN

Blanca flor del Carmelo, 
vid en racimo, 
celeste claridad, 
puro prodigio 
al ser, a una, 
Madre de Dios y Virgen: 
¡Virgen fecunda!
 
Madre, que florecida 
del Enmanuel, 
atesoras intacta 
la doncellez; 
estrella, guía 
de los rumbos del mar, 
sénos propicia. 
Vástago de Jesé, 
vara profética 
que el Hijo del Altísimo 
das en cosecha; 
Madre, consiente 
que vivamos contigo 
ahora y siempre. 

Azucena que brotas 
inmaculada 
y te yergues señera 
entre las zarzas; 
devuelve, Virgen, 
nuestra frágil arcilla 
a su alto origen. 
Ponnos, nueva Judit, 
para la lucha 
tu santo Escapulario 
como armadura; 
con tu vestido 
cantaremos victoria 
del enemigo. 

Bajo noches oscuras 
navega el alma, 
enciende tú los rayos 
de la esperanza, 
y sé el lucero 
que lleve nuestra nave, 
segura al puerto. 
Señora, desde siempre 
los carmelitas 
nos tenemos por hijos 
de tu familia, 
y confiamos 
que un día nos acojas 
en tu regazo. 

María, puerta y llave 
del paraíso, 
queremos desatarnos 
y estar con Cristo; 
si tú nos abres, 
reinaremos allí 
con tu Hijo, ¡Madre! Amén.

VISITA AL CEMENTERIO


Yo me postro sobre esta tierra donde reposan los restos mortales de mis queridos padres, 
parientes, amigos, y todos mis hermanos en la fe que me han precedido en el camino de la 
eternidad.
Mas ¿qué puedo hacer yo por ellos? ¡Oh divino Jesús, que padeciendo y muriendo por 
nuestro amor nos comprasteis con el precio de vuestra sangre la eterna vida; yo sé que 
vivís y escucháis mis plegarias y que es copiosísima la gracia de vuestra redención.
Perdonad, pues oh Dios misericordioso, a las almas de estos mis amados difuntos, 
libradlas de todas las penas y de todas las tribulaciones, y acogedlas en el seno de vuestra 
Bondad y en la alegre compañía de vuestros Ángeles y Santos para que, libres de todo 
dolor y de toda angustia, os alaben, gocen y reinen con Vos en el Paraíso de vuestra gloria 
por todos los siglos de los siglos. Amén

EFECTOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN EN EL ALMA

La eucaristía nos une íntimamente con Cristo y, en cierto sentido, nos transforma en  Es el efecto más inmediato y primario, puesto que en ella recibimos real y verdaderamente el cuerpo, sangre, alma y divinidad del mismo Cristo. Consta expresamente por la Sagrada Escritura (lo 6,48-58) y por el magisterio de la Iglesia, que lo ha definido solemnemente (D 883). 

Esta unión con Cristo es tan íntima y entrañable, que es imposible concebir acá en la tierra otra mayor. Sólo será superada por la unión beatífica en el cielo. El mismo Cristo la expresa de manera sublime en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mi y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mi» (lo 6,57-58). No hay ninguna semejanza ni analogía humana que pueda darnos idea cabal de lo que significa esta compenetración o mutua inhesión entre Cristo y el que comulga. No se trata de un contacto físico, que, por otra parte, sería muy superficial y exterior, como el de dos personas que se abrazan. Tampoco es un contacto moral a distancia, como el que se establece por el amor entre dos amigos ausentes. Es un contacto de transfusión o mutua inhesión que escapa a todas las analogías humanas: «está en mí y yo en él». Acaso un ejemplo imperfecto y analogía lejana nos lo pueda dar una esponja sumergida en el agua, que queda materialmente repleta y empapada de ella, de suerte que puede decirse, en cierto modo, que la esponja está en el agua y el agua en la esponja. Tan profunda es esta mutua adhesión de Cristo con el alma y de ésta con Aquél, que, entendida en sus verdaderos términos, puede hablarse de verdadera transformación del alma en Cristo. No en sentido panteísta o de conversión de la propia personalidad en la de Cristo — burdo error expresamente condenado por la Iglesia como herético (D 510)— , sino en sentido espiritual y místico, permaneciendo intacta la dualidad de personas. 


Esto es lo que quiso expresar San Agustín al escribir en sus Confesiones aquellas misteriosas palabras que le pareció oír de la Verdad eterna: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me mudarás tú en ti, como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» . Este contacto tan íntimo y entrañable con Cristo, manantial y fuente de la vida divina, es de tal eficacia santificadora, que bastaría una sola comunión ardientemente recibida para remontar hasta la cumbre de la santidad a un alma imperfecta y principiante en la vida espiritual.

La eucaristía nos une íntimamente con la Santísima Trinidad. Es una consecuencia necesaria e inevitable del hecho de que en la eucaristía esté real y verdaderamente Cristo entero, con su cuerpo, alma y divinidad. Porque, como hemos explicado más arriba (cf. n.89,3.*), las tres divinas personas de la Santísima Trinidad son absolutamente inseparables, de suerte que donde esté una de ellas tienen que estar forzosamente las otras dos. Y aunque es cierto que el alma en gracia es siempre y en todo momento templo vivo de la Santísima Trinidad, que en ella inhabita (cf. lo 14,23; 2 Cor 6,16), la sagrada comunión perfecciona y arraiga más y más en el alma ese misterio de la inhabitación trinitaria, que constituye la quintaesencia de la vida sobrenatural del cristiano. Escuchemos a un teólogo contemporáneo explicando estas ideas: «Es verdad que en todo tiempo somos templos de Dios vivo (2 Cor 6,16), porque, según dice Santo Tomás, ‘por la gracia la Trinidad entera es huésped del alma’. Sin embargo, es más cierto esto en el momento de la comunión, porque en este momento viene Jesús a nosotros como pan de vida, expresamente para comunicar esta vida que El tiene del Padre. El que come este pan tendrá la vida. Pero ¿cómo vivirá? A si como el Padre, que me ha enviado, vive, y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí (lo 6,58). El alma del que comulga llega a hacerse como el cielo de la Trinidad. En mi alma como en el cielo enuncia el Padre su eterna Palabra, engendra su Hijo y le repite al dármelo: Hoy te he engendrado... Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo puestas todas mis delicias (Ps 2,7; Le 3,22). 


Ahora, en mi alma, el Padre y el Hijo cambian sus mutuas ternuras, se mantienen en este lazo inenarrable, se dan ese abrazo viviente, ese beso inefable, y su amor se exhala en ese soplo abrasador, torrente de llama, que es el Espíritu Santo»

 La eucaristía nos une íntimamente con todos los miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. Lo insinúa claramente San Pablo cuando dice: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Cor 10,16-17). La misma palabra comunión sugiere esta misma idea. Es la común unión de los miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo con su divina Cabeza y la de cada uno de ellos entre sí. La razón profunda es porque todos esos miembros vivos están como injertados en Cristo, formando con El, su divina Cabeza, el Cristo total, o sea, el organismo viviente de su Cuerpo místico. Es, pues, imposible unirse a la Cabeza por el abrazo estrechísimo de la comunión sin que por el mismo hecho nos unamos íntimamente con todos los miembros vivos de su Cuerpo místico. Por eso la eucaristía es el gran signo de la unidad (San Agustín) y el que lleva a la máxima perfección posible acá, en la tierra, el deseo ardiente de Cristo: Que todos sean uno... a fin de que sean consumados en la unidad (lo 17,21-23). Ahora bien: ¿quiénes son esos miembros vivos de su Cuerpo místico? 

a) En primer lugar, la Virgen María, a la que la eucaristía nos une íntimamente. No sólo porque María es la Madre de Jesús y el miembro más excelso de su Cuerpo místico, sino porque, en cierto sentido, en la eucaristía hay algo que pertenece realmente a María. ¿Acaso la carne purísima de Jesús no se formó exclusivamente en las entrañas virginales de María? La eucaristía, al darnos a Jesús, nos da realísimamente algo perteneciente a María, y en este sentido se puede decir que «comulgamos a María» al mismo tiempo que a Cristo. 

b) Los ángeles, que forman parte también del Cuerpo místico de la Iglesia y tienen a Cristo por Cabeza aun en cuanto hombre, como explica Santo T om ás4, si bien se relacionan con El de manera distinta que el hombre, ya que solamente este último fue redimido por Cristo. Por eso a la eucaristía se la llama pan de los ángeles, porque ellos se nutren de la contemplación y goce fruitivo del mismo Verbo eterno, que la eucaristía nos entrega a nosotros en manjar.

c) Los bienaventurados del cielo, que experimentan un gozo indecible al vernos comulgar — lo ven todo reflejado en el Verbo, como en una pantalla cinematográfica— y se unen íntimamente a nosotros en el momento en que la eucaristía nos une íntimamente a la misma Cabeza común. 

d) Las almas del purgatorio, que constituyen la Iglesia purgante y que esperan de nosotros — principalmente a través de la eucaristía como sacrificio— la ayuda fraternal de nuestros sufragios. No hay otro medio más íntimo y entrañable de unirnos con nuestros queridos difuntos que ofrecer por ellos la santa misa y recibir la sagrada comunión. Les enviamos con ello un abrazo muy real y verdadero, que se traduce en un alivio considerable de sus penas y un aceleramiento de la hora de su liberación. 

e) Todos los cristianos en gracia, que están incorporados a su divina Cabeza y reciben continuamente de ella su influjo vivificador. Es una especie de fusión de almas tan íntima y profunda, que no hay ninguna unión humana que pueda darnos idea de esa divina y sublime realidad. Símbolo de esta unión es el pan y vino de la eucaristía, ya que, como dice hermosamente San Agustín, «el pan se hace de muchos granos de trigo, y el vino, de muchos racimos de uva». Y en otro lugar dice: «¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh lazo de caridad!»6. Los cristianos en pecado, si conservan todavía la fe y la esperanza informes, pertenecen de algún modo — radicalmente se dice en teología— al Cuerpo místico de Cristo; pero como miembros muertos o ramas secas, que están en gran peligro de eterna condenación si la muerte les sorprende en ese lamentable estado. Los paganos, infieles y herejes no son miembros actuales del Cuerpo místico de Cristo, sino únicamente en potencia, o sea, en cuanto que están llamados a él por la conversión y el bautismo. Y los demonios y condenados del infierno no lo son, ni siquiera en potencia, por su total, absoluta e irremediable desvinculación de Cristo Redentor.

(Antonio Royo Marín, Teología moral para seglares)

A VECES SOMOS MERCADERES


El pasaje bíblico de la expulsión de los mercaderes del Templo sirve para ilustrar el templo del alma; los comerciantes y las mercancías son todos los obstáculos que hemos de remover para vaciarnos y desasirnos. "Leemos en el santo Evangelio (Mateo 21, 12) que Nuestro Señor entró en el templo y echó fuera a quienes compraban y vendían. Dios quiere tener vacío este templo de modo que no haya nada adentro fuera de Él mismo. Es así porque este templo le gusta tanto ya que se le asemeja de veras, y Él mismo está muy a gusto en este templo siempre y cuando se encuentre ahí a solas.

¿Por qué es necesario vaciar el templo? "Pues luz y oscuridad no pueden existir juntos, no más que Dios y la criatura: Si Dios debe entrar, es preciso que el creado salga".

Los mercaderes son quienes se acercan a Dios en busca de premios y compensaciones por sus obras, son aquellos que se cuidan de no cometer pecados graves y les gustaría ser buenos y hacen obras buenas... mas las hacen para que Nuestro Señor les dé algo en recompensa o algo que les gusta: todos ésos son mercaderes, pues Dios en absoluto está obligado a darles ni a hacerles nada en recompensa, a no ser que quiera hacerlo gratuita y voluntariamente. Porque lo que son, lo son gracias a Dios, y lo que tienen, lo tienen de Dios y no por sí mismos. 

Por lo tanto, Dios no les debe nada, ni por sus obras ni por sus dádivas, a no ser que quisiera hacerlo voluntariamente como merced y no a causa de sus obras ni de sus dádivas, porque no dan nada de lo suyo y tampoco obran por sí mismos, según dice Cristo mismo: «Sin mí no podéis hacer nada» (Juan 15, 5). Esos que quieren regatear así con nuestro Señor, son ignorantes y conocen poco o nada de la verdad. Si quieres librarte del todo del mercantilismo para que Dios te permita permanecer en ese templo, debes hacer con pureza y para gloria de Dios todo cuanto eres capaz de hacer en todas tus obras, y debes mantenerte tan libre de todo ello como es libre la nada que no se halla ni acá ni allá" 

(Maestro Eckhart)

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