EFECTOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN EN EL ALMA

La eucaristía nos une íntimamente con Cristo y, en cierto sentido, nos transforma en  Es el efecto más inmediato y primario, puesto que en ella recibimos real y verdaderamente el cuerpo, sangre, alma y divinidad del mismo Cristo. Consta expresamente por la Sagrada Escritura (lo 6,48-58) y por el magisterio de la Iglesia, que lo ha definido solemnemente (D 883). 

Esta unión con Cristo es tan íntima y entrañable, que es imposible concebir acá en la tierra otra mayor. Sólo será superada por la unión beatífica en el cielo. El mismo Cristo la expresa de manera sublime en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, está en mi y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mi» (lo 6,57-58). No hay ninguna semejanza ni analogía humana que pueda darnos idea cabal de lo que significa esta compenetración o mutua inhesión entre Cristo y el que comulga. No se trata de un contacto físico, que, por otra parte, sería muy superficial y exterior, como el de dos personas que se abrazan. Tampoco es un contacto moral a distancia, como el que se establece por el amor entre dos amigos ausentes. Es un contacto de transfusión o mutua inhesión que escapa a todas las analogías humanas: «está en mí y yo en él». Acaso un ejemplo imperfecto y analogía lejana nos lo pueda dar una esponja sumergida en el agua, que queda materialmente repleta y empapada de ella, de suerte que puede decirse, en cierto modo, que la esponja está en el agua y el agua en la esponja. Tan profunda es esta mutua adhesión de Cristo con el alma y de ésta con Aquél, que, entendida en sus verdaderos términos, puede hablarse de verdadera transformación del alma en Cristo. No en sentido panteísta o de conversión de la propia personalidad en la de Cristo — burdo error expresamente condenado por la Iglesia como herético (D 510)— , sino en sentido espiritual y místico, permaneciendo intacta la dualidad de personas. 


Esto es lo que quiso expresar San Agustín al escribir en sus Confesiones aquellas misteriosas palabras que le pareció oír de la Verdad eterna: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me mudarás tú en ti, como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí» . Este contacto tan íntimo y entrañable con Cristo, manantial y fuente de la vida divina, es de tal eficacia santificadora, que bastaría una sola comunión ardientemente recibida para remontar hasta la cumbre de la santidad a un alma imperfecta y principiante en la vida espiritual.

La eucaristía nos une íntimamente con la Santísima Trinidad. Es una consecuencia necesaria e inevitable del hecho de que en la eucaristía esté real y verdaderamente Cristo entero, con su cuerpo, alma y divinidad. Porque, como hemos explicado más arriba (cf. n.89,3.*), las tres divinas personas de la Santísima Trinidad son absolutamente inseparables, de suerte que donde esté una de ellas tienen que estar forzosamente las otras dos. Y aunque es cierto que el alma en gracia es siempre y en todo momento templo vivo de la Santísima Trinidad, que en ella inhabita (cf. lo 14,23; 2 Cor 6,16), la sagrada comunión perfecciona y arraiga más y más en el alma ese misterio de la inhabitación trinitaria, que constituye la quintaesencia de la vida sobrenatural del cristiano. Escuchemos a un teólogo contemporáneo explicando estas ideas: «Es verdad que en todo tiempo somos templos de Dios vivo (2 Cor 6,16), porque, según dice Santo Tomás, ‘por la gracia la Trinidad entera es huésped del alma’. Sin embargo, es más cierto esto en el momento de la comunión, porque en este momento viene Jesús a nosotros como pan de vida, expresamente para comunicar esta vida que El tiene del Padre. El que come este pan tendrá la vida. Pero ¿cómo vivirá? A si como el Padre, que me ha enviado, vive, y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí (lo 6,58). El alma del que comulga llega a hacerse como el cielo de la Trinidad. En mi alma como en el cielo enuncia el Padre su eterna Palabra, engendra su Hijo y le repite al dármelo: Hoy te he engendrado... Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo puestas todas mis delicias (Ps 2,7; Le 3,22). 


Ahora, en mi alma, el Padre y el Hijo cambian sus mutuas ternuras, se mantienen en este lazo inenarrable, se dan ese abrazo viviente, ese beso inefable, y su amor se exhala en ese soplo abrasador, torrente de llama, que es el Espíritu Santo»

 La eucaristía nos une íntimamente con todos los miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. Lo insinúa claramente San Pablo cuando dice: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Cor 10,16-17). La misma palabra comunión sugiere esta misma idea. Es la común unión de los miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo con su divina Cabeza y la de cada uno de ellos entre sí. La razón profunda es porque todos esos miembros vivos están como injertados en Cristo, formando con El, su divina Cabeza, el Cristo total, o sea, el organismo viviente de su Cuerpo místico. Es, pues, imposible unirse a la Cabeza por el abrazo estrechísimo de la comunión sin que por el mismo hecho nos unamos íntimamente con todos los miembros vivos de su Cuerpo místico. Por eso la eucaristía es el gran signo de la unidad (San Agustín) y el que lleva a la máxima perfección posible acá, en la tierra, el deseo ardiente de Cristo: Que todos sean uno... a fin de que sean consumados en la unidad (lo 17,21-23). Ahora bien: ¿quiénes son esos miembros vivos de su Cuerpo místico? 

a) En primer lugar, la Virgen María, a la que la eucaristía nos une íntimamente. No sólo porque María es la Madre de Jesús y el miembro más excelso de su Cuerpo místico, sino porque, en cierto sentido, en la eucaristía hay algo que pertenece realmente a María. ¿Acaso la carne purísima de Jesús no se formó exclusivamente en las entrañas virginales de María? La eucaristía, al darnos a Jesús, nos da realísimamente algo perteneciente a María, y en este sentido se puede decir que «comulgamos a María» al mismo tiempo que a Cristo. 

b) Los ángeles, que forman parte también del Cuerpo místico de la Iglesia y tienen a Cristo por Cabeza aun en cuanto hombre, como explica Santo T om ás4, si bien se relacionan con El de manera distinta que el hombre, ya que solamente este último fue redimido por Cristo. Por eso a la eucaristía se la llama pan de los ángeles, porque ellos se nutren de la contemplación y goce fruitivo del mismo Verbo eterno, que la eucaristía nos entrega a nosotros en manjar.

c) Los bienaventurados del cielo, que experimentan un gozo indecible al vernos comulgar — lo ven todo reflejado en el Verbo, como en una pantalla cinematográfica— y se unen íntimamente a nosotros en el momento en que la eucaristía nos une íntimamente a la misma Cabeza común. 

d) Las almas del purgatorio, que constituyen la Iglesia purgante y que esperan de nosotros — principalmente a través de la eucaristía como sacrificio— la ayuda fraternal de nuestros sufragios. No hay otro medio más íntimo y entrañable de unirnos con nuestros queridos difuntos que ofrecer por ellos la santa misa y recibir la sagrada comunión. Les enviamos con ello un abrazo muy real y verdadero, que se traduce en un alivio considerable de sus penas y un aceleramiento de la hora de su liberación. 

e) Todos los cristianos en gracia, que están incorporados a su divina Cabeza y reciben continuamente de ella su influjo vivificador. Es una especie de fusión de almas tan íntima y profunda, que no hay ninguna unión humana que pueda darnos idea de esa divina y sublime realidad. Símbolo de esta unión es el pan y vino de la eucaristía, ya que, como dice hermosamente San Agustín, «el pan se hace de muchos granos de trigo, y el vino, de muchos racimos de uva». Y en otro lugar dice: «¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh lazo de caridad!»6. Los cristianos en pecado, si conservan todavía la fe y la esperanza informes, pertenecen de algún modo — radicalmente se dice en teología— al Cuerpo místico de Cristo; pero como miembros muertos o ramas secas, que están en gran peligro de eterna condenación si la muerte les sorprende en ese lamentable estado. Los paganos, infieles y herejes no son miembros actuales del Cuerpo místico de Cristo, sino únicamente en potencia, o sea, en cuanto que están llamados a él por la conversión y el bautismo. Y los demonios y condenados del infierno no lo son, ni siquiera en potencia, por su total, absoluta e irremediable desvinculación de Cristo Redentor.

(Antonio Royo Marín, Teología moral para seglares)

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