ORACIÓN AL SANTO ÁNGEL DE LA GUARDA, (San Juan Berchmans)


Ángel Santo, amado de Dios, 
que después de haberme tomado, 
por disposición divina, 
bajo tu bienaventurada guarda, 
jamás cesas de defenderme, 
de iluminarme y de dirigirme.

Yo te venero como a protector, 
te amo como a custodio; 
me someto a tu dirección 
y me entrego todo a ti, 
para ser gobernado por ti. 

Te ruego, por lo tanto, 
y por amor a Jesucristo te suplico, 
que cuando sea ingrato para ti 
y obstinadamente sordo a tus inspiraciones, 
no quieras, a pesar de esto, abandonarme; 
antes al contrario, ponme pronto 
en el recto camino, si me he desviado de él;
 enséñame, si soy ignorante; 
levántame, si he caído; sosténme, 
si estoy en peligro y condúceme 
al cielo para poseer en él 
una felicidad eterna.
Amén.
 

¿EXISTEN LOS ÁNGELES CUSTODIOS O ÁNGELES DE LA GUARDA?


El mismo Cristo nos da la respuesta en las Sagradas Escrituras:

 “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos”. Mateo 18,10

 El catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que los Ángeles sí existen. Dios hizo seres que son sólo espíritu . 
La sagrada escritura les llama ángeles.

¿QUIÉNES SON LOS ÁNGELES?
- Son seres espirituales que contemplan constantemente a Dios (Mt 18,10), están atentos a sus órdenes y a la voz de su palabra (Sal 103,20). 

 Dios ama infinitamente a cada uno de los hombres. Tanto les ama que ha dispuesto un ángel especialmente para cada hombre.
- Así como un padre, cuando el hijo tiene que viajar por caminos peligrosos, hace que le acompañe una persona mayor que le cuide y defienda de los peligros, de igual manera nuestro Padre del Cielo, durante la vida (que es el viaje a nuestra verdadera patria que es el cielo), a cada uno de nosotros nos da un ángel para que nos acompañe.


Se han dado caso de numerosos santos que han tenido una estrecha relación con su Ángel custodio:

SANTA GEMA:
“Jesús no me deja estar sola un instante, sino que hace que esté siempre en mi compañía el ángel de la guarda”
"El ángel, desde el día en que me levanté, comenzó a hacer conmigo las veces de maestro y guía"

PADRE PÍO:
"¡Qué consolador es saber que cerca de nosotros hay un ángel que, desde la cuna hasta la tumba, no nos deja ni por un instante, ni siquiera cuando nos atrevemos a pecar"

SAN JUAN MARÍA VIANNEY:
 "El ángel custodio está siempre a nuestro lado para llevarnos a obrar bien y defendernos de los malos espíritus, que nos rodean para hacernos pecar".

SANTA FRANCISCA ROMANA:
"El ángel irradiaba una luz celestial que iluminaba la habitación para que pudiera recitar de noche el Oficio divino y atender otros menesteres de la casa". 

SANTA FAUSTINA KOWALSKA:
¡Oh, cuán poco la gente piensa en esto, que tiene siempre a su lado tal huésped (el ángel custodio) y al mismo tiempo testigo de todo!"



Y así podríamos hacer la lista interminable de santos que han visto o sentido a su ángel de la guarda.

No hay duda de que todos tenemos un ángel custodio que nos proteje, no lo pongamos triste con nuestros pecados, pidámosle ayuda para mejorar y amar a Dios

LA DONCELLA (Poesía de Francisco Luis Bernárdez)


Mientras el júbilo y el llanto 
llenan el mundo,
la doncella está callada.  
Pero sus ojos compasivos
están muy cerca de las risas y las lágrimas. 
  
El cuerpo hermoso es un desierto
y el alma limpia una ciudad de muchas almas.  
Aquél es puro por lo solo,
y ésta es perfecta por lo muy acompañada. 
  
En ella el bien es invisible 
como en el vaso cristalino el bien del agua.  
Y, sin embargo, el bien la llena de tal manera,
que la llena y la rebasa.   

Su corazón vive en la tierra
con el silencio de la estrella solitaria.  
Como la estrella, la doncella nos ilumina
con sus ojos sin palabras.   

El viento es bello porque llora
y el agua es bella porque llora 
y porque canta.  
Pero la flor y la doncella son más hermosas
porque nunca dicen nada.  

Todas las fuerzas naturales
buscan en ella su razón definitiva.  
La tierra, el fuego, el agua, el aire
lo esperan todo de su voz desconocida. 
  
El mar profundo y dilatado
suele caber en su regazo sin mancilla.  
Como cabezas infantiles,
las olas van a descansar en sus rodillas.  

Si sus oídos no existieran,
la brisa errante y musical no cantaría. 
Porque no habría en este mundo
nadie capaz de comprender lo que suspira.  

El cielo vive de su frente
como la fruta vive aún de la semilla.  
El firmamento es firmamento
por la pureza de los ojos que lo miran.   

El fuego brilla sin quemarnos
porque sus dedos virginales lo apaciguan.  
La tierra gira sin tropiezo
porque hay en ella una doncella todavía.
   
Hubo una vez una más pura que las demás
en un rincón de Galilea.  
Porque las otras eran puras,
pero María era la flor de la pureza.  

La voz eterna del Arcángel
iluminó su obscuridad y su pobreza.  
Ave María (le decía como nosotros le decimos), gratia plena. 
  
Su corazón, que era un prodigio,
quedó suspenso al escuchar la voz aquella.
La criatura se asombraba de ver
a Dios Nuestro Señor pendiente de ella. 
  
Adán oía entre las sombras y entre las sombras escuchaban los Profetas.  
Los pobres muertos, en su patria de polvo y siglos, esperaban la respuesta. 
  
Cuando la niña abrió los labios,
el paraíso lentamente abrió sus puertas.  
Y Dios bajó, para salvarnos,
al vientre puro de su Madre, la Doncella. 

La misteriosa economía del universo
está pendiente de sus manos.  
Porque por algo están unidas constantemente
y sin rumor en su regazo. 
  
Esa tarea silenciosa mueve la máquina
invisible de los astros.  
La fuerza muda y escondida de la oración
es la que impide su fracaso.  

Por ella el frío es menos frío
y el desamparo es mucho menos desamparo.  
Por ella el hombre sobrelleva
su enorme carga de amargura y de cansancio.  

Siempre encerrada en su pureza,
la dulce niña nos ayuda sin descanso.  
La caridad en que se quema
nos ilumina con su fuego sacrosanto. 
  
El mundo es grande para todos,
pero es pequeño como un niño entre sus brazos.  
Puede dormir profundamente,
pues la doncella que lo acuna está rezando. 

Si la doncella no velara,
¿quién dormiría en esta noche tenebrosa?  
¿Quién viviría para el débil, para el que sufre soledad, para el que llora? 
  
¿Quién vencería en este mundo
la poderosa resistencia de las cosas?   
¿Quién pagaría lo que falta pagar a Dios
por la belleza de sus obras? 
  
Contra la muerte y el olvido
su cuerpo frágil de mujer es una roca. 
Dormido en ella, el hombre puede sobrevivir
a los peligros que lo acosan. 
  
Sólo viviendo en esa cárcel
el hombre es libre como el pájaro y las olas.  
Porque ni el tiempo ni el espacio
tienen cabida en la prisión maravillosa.
   
El corazón, esperanzado,
distingue al fin algo de luz entre las sombras.  
Y el alma, llena de alegría,
puede decir con emoción que no está sola. 
 


LAS 15 PROMESAS DE LA VIRGEN PARA LOS QUE REZAN EL SANTO ROSARIO Beato Alano de la Roche, Francia (1428-1475)


1.  A todos los que recen devotamente mi Rosario, les prometo Mi Protección especial y grandísimas Gracias.  

2. Quien persevere en el rezo de Mi Rosario recibirá grandes beneficios.  

3.  El Rosario es un Escudo poderoso contra el infierno, destruirá los vicios , librará del pecado, abatirá las herejías. 
 
4.  El Rosario hará germinar las virtudes y las buenas obras para que las almas consigan la Misericordia Divina, sustituirá en el corazón de los hombres el amor del mundo con el Amor de Dios, elevándoles a desear los bienes celestiales y eternos. ¡Cuántas almas se santificarán con este medio!  

5.  El que se encomiende a Mí con el Rosario, no perecerá.

 6. El que rece devotamente Mi Rosario, meditando sus Misterios, no se verá oprimido por la desgracia. Si es pecador se convertirá; si justo, perseverará en gracia y será digno de la vida eterna.  

7. Los verdaderos devotos de Mi Rosario no morirán sin los Sacramentos de la Iglesia. 
 
8.  Tendrán durante su vida y en su muerte la Luz de Dios, la plenitud de Su Gracia, y serán partícipes de los méritos de los bienaventurados.

9.  Libraré con prontitud del purgatorio a las almas devotas de Mi Rosario.  

10.  Los verdaderos hijos de Mi Rosario gozarán en el Cielo de una Gloria singular.
  
11.  Todo lo que pidáis por medio del Rosario, lo alcanzaréis (si es voluntad de Dios).

12.  Socorreré en sus necesidades a los que propaguen Mi Rosario.  

13.  He obtenido de mi Hijo, que todos los miembros de la  Confraternidad del Rosario tengan como hermanos a los Santos del cielo durante su vida y en la hora de su muerte. 
 
14.  Los que rezan fielmente Mi Rosario, son todos hijos Míos muy amados, hermanos y hermanas de Jesucristo.  

15.  La Devoción a mi Rosario es una señal manifiesta de predestinación de Gloria





BENEDICTO XVI EXPLICA EL ORIGEN DE LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI






Queridos hermanos y hermanas:

También esta mañana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida, pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Christi.
Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja.

Santa Juliana de Cornillón

Tenemos algunos datos acerca de su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en la que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la santa.

Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico».

Allí, antes que Juliana, teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras de caridad.

Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón.

Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).



A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente.


El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.


Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja, rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.


Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios, siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral.


A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependía su monasterio. Entonces, por su propia voluntad, Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compañeras y durante diez años, de 1248 a 1258, fue huésped en varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenía palabras de crítica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un último impulso de amor a Jesús Eucaristía, a quien siempre había amado, honrado y adorado.


La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja.
Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».



El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta.

Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.


Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento. 

La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282).



Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección. Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de noviembre de 2010



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