Dios está sustancialmente presente en todos los seres por su contacto creador; a esta presencia común se añade una presencia especial en las almas de los justos y los espíritus bienaventurados, como objeto de conocimiento y de amor en el orden sobrenatural.
El pensamiento de la Iglesia ha reconocido siempre la fuente de esa doctrina en la enseñanza tan manifiesta de Jesús:
«Si alguno me ama y guarda mi palabra, mi Padre lo amará y vendremos a él y estableceremos en él nuestra morada.»
El texto es claro. El Hijo y el Padre habitan juntos en el fondo del alma fiel y, al mismo tiempo, el Espíritu Santo, y así, nuestra vida espiritual llega a ser una comunión incesante con la vida de la Trinidad en nosotros. El alma, divinizada por la gracia de adopción, es elevada a la amistad divina.
Nuestro Señor nos ha dejado, en su oración sacerdotal, la descripción de esta vida deiforme de las almas perfectas, admitidas al consorcio de la vida trinitaria:
«Padre Santo, los que Tú me has dado, guárdalos en Tu nombre a fin de que sean Uno como nosotros. Que todos sean Uno como Tú, oh Padre, estás en Mí y Yo en Ti, a fin de que ellos también estén en nosotros. Que sean Uno como somos Uno nosotros, Yo en ellos y Tú en Mí, a fin de que sean consumados en la unidad... y que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos.»Jn 17,11.26.
Sin la Trinidad el alma está desierta.
(M.M. PHILIPON, O.P.)
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