Adorable Salvador mío, que solo porque me amas
con el mismo amor con que
tu Padre te ama a Tí, y como no es capaz
de amarme ninguna criatura sobre la tierra,
te quedaste para mi salud en el augusto
Sacramento de la Eucaristía.
Tú, que no esquivaste la muerte espantosa
de la Cruz y derramaste tu sangre preciosa
para rescatarme del dominio de las tinieblas,
dígnate dirigir una mirada de misericordia
hacia nosotros, porque Tú bien sabes
cuáles son las necesidades que nos cercan.
Tú eres testigo de los empeñosos esfuerzos
del infierno para arrancarnos del rebaño a quien
te dignas apacentar con tu propio Cuerpo.
Aunque la amargura sobrepuje a la fuerza
de mi corazón, yo no desfalleceré y estaré
contento si Tú no te apartas de mí.
Jacob, moribundo, decia:
"Yo, Señor, esperaré al Mesías que debeis enviar,"
y lo decía suspirando por ese momento de felicidad
que no alcanzaron los profetas;
yo, que tengo dentro de mi corazón el objeto
de esas santas y bellas esperanzas, ya no
deseo más que morir teniéndote en mi pecho,
para ir contigo a alabarte eternamente en el reino celestial.
Amen.
(Devocionario Católico)
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