DE LA PACIENCIA EN LAS ENFERMEDADES (San Alfonso Mª de Ligorio)


Decía San Vicente de Paúl: «Si conociésemos el precioso tesoro encerrado en las enfermedades, las recibiríamos con aquella alegría con que se reciben los más insignes beneficios». Por lo cual, hallándose el Santo trabajado continuamente por tantas enfermedades, que a menudo no le dejaban reposo ni de día ni de noche, lo soportaba todo con tal paz y serenidad de rostro: sin la más mínima queja, que se diría no padecía mal alguno. ¡Ah, y cómo edifica el enfermo que sufre la enfermedad con el rostro sereno de un San Francisco de Sales, el cual, en sus enfermedades, se limitaba a exponer sencillamente al médico su mal, tomaba con escrupulosa exactitud los remedios que le recetaba, por desabridos que fuesen, y luego quedaba en paz, sin lamentarse de lo que padecía! ¡De cuán diversa manera obran los imperfectos, que, por cualquier malecillo que padecen, andan siempre lamentándose con todos y quisieran que todos, familiares y amigos, las rodearan compadeciendo sus males! Santa Teresa exhortaba así a sus religiosas: «Sabed sufrir un poquito por amor de Dios, sin que lo sepan todos». 

El venerable P. Luis de la Puente fue en un Viernes Santo regalado por Jesucristo con tantos dolores corporales, que no había en su cuerpo parte libre de particular tormento; contó a un su amigo este padecimiento, pero luego se arrepintió, de tal modo que hizo voto de no declarar a nadie lo que en adelante padeciese. Dije que el Señor le regaló, porque los santos estimaban como regalos las enfermedades y dolores que el Señor les enviaba. 

Cierto día, San Francisco de Asís se hallaba en cama, acabado de dolores, y un compañero que le asistía le dijo: «Padre, ruegue a Dios que le alivie este trabajo y que no cargue tanto la mano sobre vos». Al oír esto, se lanzó prontamente el Santo de la cama y, arrodillado en tierra, se puso a dar gracias a Dios de aquellos dolores, y, vuelto al compañero, le dijo: «Sepa, hermano, que, si no supiese yo que había hablado por sencillez, no quisiera volverlo a ver». 

 Enfermo habrá que diga: –A mí no me desagrada tanto padecer cuanto verme imposibilitado de ir a la iglesia para practicar mis devociones, comulgar y oír la misa; no puedo ir al coro a rezar el oficio con mis compañeros; no puedo celebrar, ni siquiera puedo hacer oración, por los dolores y desvanecimientos de cabeza. –Pero, por favor, dígame: y ¿para qué quiere ir a la iglesia o al coro? ¿Para qué ir a comulgar, a celebrar o a oír misa? ¿Para agradar a Dios? Pero si ahora no le agrada a Dios que rece el oficio, que comulgue ni que oiga misa, sino que lleve con paciencia en el lecho las penalidades de la enfermedad... Si esta mi respuesta no es de su agrado, es señal de que no busca lo que a Dios agrada, sino lo suyo. El venerable P. Maestro Ávila, escribiendo a un sacerdote que se quejaba de este modo, le dice: «No tantéis lo que hiciérades estando sano, mas cuánto agradaréis al Señor con contentaros con estar enfermo. Y si buscáis, como creo que buscáis, la voluntad de Dios puramente, ¿que más se os da estar enfermo que sano, pues que su voluntad es todo nuestro bien?». Decís que no podéis hacer oración porque anda desconcertada la cabeza. Concedido: no podéis meditar, pero ¿y no podéis hacer actos de conformidad con la voluntad de Dios? Pues sabed que, si os ejercitáis en tales actos, tenéis la mejor oración que podéis tener, abrazando con amor los dolores que os afligen. 

Así lo hacía San Vicente de Paúl: cuando estaba gravemente enfermo, se ponía suavemente en la presencia de Dios, sin violentarse en aplicar el pensamiento en un punto particular, y se ejercitaba de cuando en cuando en algún acto de amor, de confianza, de acción de gracias y, más a menudo, de resignación, mayormente cuando con más fiereza le asaltaban los dolores. San Francisco de Sales decía que «las tribulaciones, consideradas en sí mismas, son espantosas; pero, consideradas como voluntad de Dios, son amables y deleitosas». ¿Que no podéis hacer oración? Y ¿qué mejor oración que repetir las miradas al crucifijo, ofreciéndole los trabajos que sufrís y uniendo lo poco que padecéis a los inmensos dolores padecidos por Jesucristo en la cruz? Hallándose en cama cierta virtuosa señora, víctima de graves dolencias, una criada le puso en manos el crucifijo, diciéndole que rogase a Dios la librase de aquellos dolores; a lo que respondió la enferma: «Pero ¿cómo me pides ruegue a Dios que me baje de la cruz, teniéndole crucificado en mis manos? Líbreme Dios de ello, pues quiero padecer por el que padeció por mí dolores mayores que los míos». 

Que fue lo que el mismo Señor dijo a Santa Teresa, hallándose apretada de grave enfermedad, apareciéndosele todo llagado: «Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tu dolores». Por lo que la Santa solía decir después cuando le aquejaba cualquier enfermedad: «¡Oh Señor mío!, cuando pienso por qué de maneras padecistes y como por ninguna lo merecíades, no sé qué me diga de mí ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo». Santa Liduvina estuvo treinta y ocho años en continuos padecimientos de fiebres, gota, inflamación de la garganta y llagas por todo el cuerpo; pero, teniendo siempre ante la vista los dolores de Jesucristo, se la veía en cama alegre y jovial. Cuéntase también de San José de Leonisa que, teniendo el cirujano que hacerle una dolorosa operación, ordenó lo ataran para evitar los movimientos por efecto del dolor, y el Santo, tomando en manos el crucifijo, exclamó: «¿Para qué esas cuerdas y para qué esas ataduras? Éste es quien me hará soportar pacientemente todo dolor por amor suyo»; y así sufrió la operación sin proferir una queja. 

El mártir San Jonás, condenado a permanecer durante una noche dentro de un estanque helado, dijo por la mañana que nunca había pasado una noche tan tranquila como aquélla, porque se había representado a Jesucristo pendiente de la cruz, y así sus dolores, en comparación con los de Cristo, se le habían hecho más bien regalos que tormentos. ¡Cuántos méritos se pueden alcanzar con sólo sufrir pacientemente las enfermedades! Le fue dado al P. Baltasar Álvarez ver la gloria que Dios tenía preparada para cierta religiosa ferviente que había sufrido con paciencia ejemplarísima la enfermedad, y decía que más había merecido aquella religiosa en ocho meses de enfermedad que otras de vida ejemplar en muchos años. Sufriendo con paciencia los dolores de nuestras enfermedades, se compone en gran parte, quizá la mayor, la corona que Dios nos tiene dispuesta en el paraíso. Esto precisamente se le reveló a Santa Liduvina, quien, después de haber sobrellevado tantas y tan dolorosas enfermedades como arriba se apuntó, deseaba morir mártir por Jesucristo, cuando cierto día que suspiraba por tal martirio víó una hermosa corona, pero no acabada aún, y oyó que se preparaba para ella, por lo que la Santa, deseosa de que se acabara, pidió al Señor que le aumentara los padecimientos. La escuchó el Señor y le envió unos soldados, que la maltrataron no sólo de palabra, sino apaleándola. Acto continuo se le apareció un ángel con la corona ya acabada, y le dijo que aquellos últimos tormentos habían terminado de engastar las perlas que faltaban, y poco después murió. 

 Para las almas que aman ardientemente a Jesucristo, los dolores e ignominias se tornan suaves y deleitables. De ahí que los santos mártires fuesen con tanta alegría al encuentro de los ecúleos, las uñas de hierro, las planchas ardientes y las hachas de los verdugos. El mártir San Procopio, cuando el tirano le atormentaba, le decía: «Atorméntame cuanto te plazca, pero ten por entendido que los amadores de Jesucristo nada estiman más precioso que padecer por su amor». San Gordiano, también mártir, decía al tirano que le amenazaba con la muerte: «Tú me amenazas con la muerte, pero lo que yo siento es no poder morir más que una vez por Jesucristo». Pero ¿por qué los mártires, pregunto yo, hablaban de esta manera? ¿Eran acaso insensibles a los tormentos o habían perdido el juicio? No, responde San Bernardo; no hizo esto la estupidez, sino el amor. No eran estúpidos, sino que sentían perfectamente los tormentos y dolores que les hacían padecer; pero, porque amaban a Jesucristo tenían a gran ganancia sufrir tanto y perderlo todo, aun la misma vida, por su amor. En tiempo de enfermedad debemos, sobre todo, estar dispuestos a aceptar la muerte, y la muerte que a Dios le plazca. Tenemos que morir y alguna ha de ser nuestra última enfermedad; así que en cada una de ellas habemos de estar dispuestos a abrazar la que Dios nos tenga aparejada. 

Pero dirá algún enfermo: «Yo cometí muchos pecados y no hice penitencia de ellos, por lo que quisiera vivir, no por vivir, sino para satisfacer a la justicia divina antes de morir». Pero dime, hermano mío, ¿cómo sabes que viviendo harás penitencia y no serás peor de lo que antes fuiste? Ahora puedes esperar de la misericordia divina que te habrá perdonado. ¿Qué mayor penitencia que estar pronto a aceptar resignadamente la muerte si tal es la voluntad de Dios? San Luis Gonzaga, muerto en la juventud de los veintitrés años, se abrazó alegremente con la muerte, diciendo: «Ahora confío hallarme en gracia de Dios, y como ignoro lo que después acontecerá, muero contento si al Señor le place llamarme ahora a la otra vida». El P. Maestro Ávila decía «que cualquiera que se hallase con mediana disposición debía antes desear la muerte que la vida, por razón del peligro en que se vive, que todo cesa con la muerte». Además, en este mundo no se puede vivir, debido a nuestra natural debilidad, sin cometer algún pecado, al menos venial; aun cuando no sólo fuera más que para evitar el peligro de ofender a Dios venialmente, deberíamos abrazarnos alegremente con la muerte. Por otra parte, si amamos verdaderamente a Dios, debíamos suspirar ardientemente por verle en el paraíso y amarle con todas nuestras fuerzas, cosa que no se puede hacer perfectamente en esta vida; pero si la muerte no nos abre aquella puerta, no podremos entrar en la dichosa patria del amor. Por esto exclamaba el enamorado de Dios, San Agustín: «¡Ea, Señor, muérame yo para contemplarte!». Señor, permitidme morir, pues si no muero, no puedo llegar a veros y amaros cara a cara.

(Práctica de amor a Jesucristo, San Alfonso Mª de Ligorio)

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