SEAMOS APÓSTOLES PARA SALVAR ALMAS


Sólo Jesús derramó su sangre por la Redención del mundo, pero ha querido servirse de cooperadores para distribuir sus beneficios. ¡Admirable condescendencia de Dios Padre! A nosotros, pobres criaturas, nos ha querido asociar a sus trabajos y a su gloria. 

La Iglesia, que nació de la llaga abierta del costado del Salvador, perpetúa por el ministerio apostólico la acción bienhechora y redentora de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Este ministerio del apostolado es, por voluntad expresa de Jesucristo, el factor principal de la extensión del Reino de Dios en el mundo. En este apostolado figuran en primera línea los Obispos y sacerdotes, y una pléyade de compañías de apóstoles, cuya exuberante floración constituirá siempre uno de los fenómenos más palpables de la vitalidad de la Iglesia. 

En los primeros siglos aparecen las órdenes contemplativas, cuya oración incesante y rudas penitencias, contribuyó poderosamente a la conversión del mundo pagano. En la Edad Media aparecen las Órdenes de Predicadores —los Dominicos—, las Ordenes mendicantes (franciscanos…) y militares, y los mercedarios, consagrados a la heroica misión de rescatar cristianos cautivos apresados por los musulmanes. 

La Edad Moderna ve nacer una multitud de Congregaciones e Institutos dedicados a la enseñanza, a las misiones, y a toda una serie de obras de caridad, tanto corporal como espiritual. 

También la Iglesia ha tenido en todas su épocas, una legión de colaboradores entre los seglares, verdaderos apóstoles con su ejemplo y su palabra, que incluso han llegado a veces hasta derramar su sangre por Jesucristo. Es realmente asombrosa esta eflorescencia de obras de apostolado que nacen, en el momento más oportuno, para dar respuesta a las nuevas necesidades y peligros que surgen en cada época. En todas ellas hay que constatar el mismo espíritu que animaba a San Pablo: Yo muy gustosamente me gastaré y desgastaré por vuestras almas (2 Cor 12,15).

(El alma de todo apostolado, Juan Bautista Chautard)

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