Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos, Señor, Dios Nuestro.
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén
PRIMERA ESTACIÓN: Jesús es condenado a muerte.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En el silencioso trayecto hasta Belén, José, el hombre de la vida interior, tal vez recapacitó para sus adentros: “Éste, que hoy nacerá, volverá a renacer como Mesías, como Salvador…”. El camino de la fe-confianza nos exige acompañamiento, entrega, renuncia y ánimo. Nadie como José supo hacer tanto desde el silencio y la obediencia por Dios y por los hombres. ¡Cuánto se parecieron en estas horas! ¡José obediente en cada sueño y siempre! ¡Jesús obediente hasta la muerte y sin demasiado ruido hasta en su mismo juicio!
SEGUNDA ESTACIÓN: Jesús con la Cruz a cuestas camino al calvario.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
La vida es amor y muchas veces por amar se sufre. No hay vida sin dolor, sin dificultades, sin cruz. En la vida de José, desde la aldea de Nazaret, hubo noches de dudas, de sueños, de sufrimientos y de angustias, pero también de certezas. El Señor, por la calle del calvario, vuelve la mirada a su pasado. Allá, en el fondo de una noche hermosa y estrellada, una figura amada y respetada, salta en su pensamiento: ¡José, mi padre! El que me enseñó a enfrentar y ser fuerte ante el peso de las dificultades.
TERCERA ESTACIÓN: Jesús cae por primera vez.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Jesús, de pequeño, seguramente subiendo por las calles de Nazaret, debe haber tropezado una y otra vez: de la fuente de agua hasta la casa acompañando a María, de las mieses a la sinagoga o del juego hasta el taller donde trabajaba José. Pero siempre sintió y entendió que una experimentada mano, maternal en María y paternal amorosa en José, lo iba a levantar. Son las mismas manos, las que en estas horas de ascenso hasta el calvario, siente sobre su hombro otra vez. María con su presencia y José en su corazón y memoria: ¡Animo, hijo, soy José! ¡Todo sea por la voluntad de Dios!
CUARTA ESTACIÓN: Jesús se encuentra con su Madre.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
María, la gran mujer del SÍ, que desde la mañana hasta entrada la noche, tantas veces cuidó, alimentó, arrulló, vistió al niño Jesús, se asoma en la esquina más insospechada para llorar y abrazar a su hijo. La presencia de María es una certeza para Jesús. “No estás solo: Aquí como siempre está Tu Madre”. No son sólo dos amores los que se hallan frente a frente, no son solamente dos corazones los que se fusionan en un impresionante abrazo. En medio de tanto dolor, la Madre lleva a Jesús el cariño y el amor de aquel que nunca desapareció de sus entrañas: José siempre presente en el corazón. Dos tesoros, los más preciados por José, se encuentran en el camino de la cruz: María y Jesús de Nazaret.
QUINTA ESTACIÓN: El Cireneo ayuda a Jesús a cargar la Cruz.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En medio del ruido sobrecogedor y estremecedor en el camino al calvario, con risas, gritos y burlas, una mano amiga levanta el madero y lo carga. Simón de Cirene, un humilde trabajador, ayuda en medio de ese espectáculo a subir la cima del Monte Calvario. Quién sabe, si de haber vivido José, no hubiera cargado esa cruz para soportarla sobre su propio hombro antes que dejarla en el de Jesús. Seguramente para Jesús esta actitud del cireneo le recordó a tantas actitudes de José. Tal vez Jesús, sintiendo el peso de la cruz, debe haber pensado: “Si José hubiera vivido, como buen carpintero, habría aliviado de madera el peso de la cruz”.
SEXTA ESTACIÓN: La Verónica limpia el rostro de Jesús.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Cuántas veces en el taller Jesús le acercó a José un trapo para secarse el sudor por el trabajo. Un paño limpio e intachable, como la vida misma de José, coloca con cariño la Verónica sobre el rostro de Jesús de Nazaret. Y es que el camino de la cruz se hace más humano y más divino con el alivio de este gesto de amor para con el rostro sufriente de Jesús. La fe y la caridad se hacen presentes en este gesto de amor para con quien sufre. Si valiente fue una mujer ante el semblante sangriento de Jesús, no lo fue menos en su día, la audacia y la serenidad del bueno de San José. José guardó limpio su hogar, amó con devoción a María su mujer y siempre pensó que Jesús era la transparencia viva y real del amor de Dios.
SÉPTIMA ESTACIÓN: Jesús cae por segunda vez.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Con la única tregua de la caída como descanso, Jesús sigue manifestando públicamente su más alto ideal: el amor a Dios en los hombres. Seguramente, en algún momento de su niñez, la voz de José le susurró al oído: “Lo malo, hijo mío, no es caer, equivocarse. Lo triste es caer sin hacer de nuevo un esfuerzo por levantarse, por comenzar una vez más”. Las palabras y el recuerdo de José, el varón justo, son la fuerza para levantarse y seguir.
OCTAVA ESTACIÓN: Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
En el camino al calvario hay palabras de fe, de ánimo y gestos de amor para con Jesús. A pocos metros de llegar al Gólgota, un grupo de mujeres detiene la mirada del Maestro. Son presencia de compasión y de misericordia. Aun estando su vida en peligro, y a punto de extinguirse, Jesús les resignifica sus lágrimas: ¡Lloren por los hombres! ¡Lloren por ustedes! José le enseñó que no siempre el hombre talla, ni trata bien, ni aprovecha dignamente, la madera noble.
NOVENA ESTACIÓN: Jesús cae por tercera vez.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Una vez más, Jesús con su rostro en tierra. Tres caídas en el camino, y podrían haber sido muchas más, cuando la locura del amor quiere ser elevada a su máximo exponente en el estandarte de la cruz. Con la rodilla en el suelo, sus ojos buscan en esta vía dolorosa la luz del cielo. Una luz, una lámpara como aquella que alumbró tantas noches de pobreza y de búsqueda de Dios el hogar de Nazaret: la llama de José ¿Acaso José no hablaría de tú a tú con Jesús, como un padre lo hace con su hijo, para formarlo, educarlo, prevenirlo y estimularlo para cuando llegasen una y otra vez, dos y tres veces, las humillaciones o las espinas que clava la vida?
DÉCIMA ESTACIÓN: Jesús es despojado de sus vestiduras.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Jesús nació en Belén despojado de todo bien. Unos pañales en la cuna de paja fueron el único abrigo de Dios con apariencia de niño, mientras José era testigo mudo y sereno ante tanto misterio. En la cruz, despojado de todo vestido. Tanto en Belén como en el calvario sintió el calor de la presencia de María. José, hombre despojado de riquezas y de abundancia, con convencimiento y fe, le enseñó a Jesús que a Dios se llega, se conquista y se entra por la puerta de la sencillez y de la pobreza.
DECIMOPRIMERA ESTACIÓN: Jesús es clavado en la Cruz.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Los clavos sujetan a Jesús en la cruz con la misma fuerza con la que los ojos de José se fijaron en él. Los clavos hieren a Jesús. El afecto de José lo hizo crecer. Los clavos traspasan manos y pies. El amor de José superó todos los límites de bondad y de entrega, de obediencia y de fe. ¿Cuáles fueron más fuertes? ¿Los clavos de la cruz o el amor de José? ¿Cuáles fueron más profundos? ¿Los clavos que perforaron la madera o aquellos otros que sostienen con firmeza los valores, las convicciones, la justicia, el amor a Dios que con prudencia San José le enseñó a Jesús?
DECIMOSEGUNDA ESTACIÓN: Jesús muere en la Cruz.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
El Rey del mundo, aquel que siendo niño caminó de la mano de José, se alza entre burlas y sollozos, erguido y sufriente, apuntando -por el hombre- hacia el Padre. El Rey del cielo nació en Belén y, por el calvario, nos trasladará a todos a una nueva vida recién amanecida. José, el hombre de la dulce muerte, el hombre que acompaña el buen morir, quién sabe si en aquel instante de desgarro y abandono no gritó a través del centurión: “¿No se dan cuenta lo que hacen? ¡Han dejado morir al mismo Hijo de Dios!” En una cosa se parece la muerte de Jesús a la de José: en las dos, estuvo cerca María.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN: Jesús es bajado de la Cruz.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
Aquel que en tantos amaneceres y anocheceres se sintió protegido por los brazos de San José, ahora en el atardecer del Viernes Santo, es sostenido, llorado, reverenciado y guardado en los de María. En Nazaret fue cuidado y recogido con mimo, arrullado por las manos de la Virgen María y bendecido muchas veces por San José. Pero al final, en el punto culmen del trayecto de la pasión, cuando el cielo y la tierra parecen fundirse en un abrazo por la cruz, es cuando el silencio de San José se hace cercano y protector del hijo que bajó hasta el abismo de la misma muerte.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN: Jesús es colocado en el sepulcro.
Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
La semilla esparcida con pasión y regada con amor llega a dar el ciento por uno. Jesús, desde Belén, pasando por Nazaret y subiendo a Jerusalén, fue grano del amor de Dios que, siendo pequeño, maduró definitivamente y con sangre en el árbol de la cruz. José, el hombre que esperó y creyó contra toda esperanza, también sembró con paciencia y serenidad lo que Jesús más tarde ofreció: el amor a Dios y a los hombres. ¿Qué más se puede esperar del Señor, del Hijo del carpintero?
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