MARÍA, MADRE DE DIOS Y DE LA IGLESIA


 

La vida de María, todos sus títulos y prerrogativas tienen un carácter esencialmente cristológico y están indisolublemente unidos a su misión como Madre de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. 

Todo lo que la Iglesia cree acerca de María está basado en lo que cree acerca de Cristo. La doctrina mariana surge de la doctrina cristiana. Pero, al mismo tiempo, porque Jesús, el Hijo de Dios, nació de la Virgen María, no podemos comprender las principales verdades de nuestra fe sin tener en cuenta cómo la Iglesia ha ido desarrollando la doctrina acerca de María. 

 Cristología y Mariología están íntimamente unidas. Después de la Ascensión de Jesús al cielo, María sólo aparece en las Escrituras en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, en el que Lucas explica que los apóstoles y los discípulos regresaron a Jerusalén y perseveraron en oración, esperando la venida del Espíritu Santo que Jesús les había prometido. Allí se nombra expresamente la presencia de María, la Madre de Jesús. 

Y aunque no se la nombra en el momento en que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, la Iglesia siempre ha reconocido que ella, que había estado estimulando la oración perseverante de los apóstoles y discípulos, estaba también allí, abierta al Espíritu, en ese momento en que la Iglesia se hace presente ante el mundo. Pero María no tuvo un lugar preeminente en la Iglesia primitiva, pues siguiendo el mandato de Jesús, fueron los apóstoles y más tarde San Pablo los protagonistas y los testigos escogidos por Dios para proclamar la Buena Nueva del Evangelio. Sin embargo, la presencia de María en el cristianismo primitivo no fue la de una simple y silenciosa testigo, sino la de una personalidad cualificada y única. Desde el inicio, los cristianos fueron comprendiendo la importancia de María en la vida de Cristo y, por eso, ya fue mencionada en el primer Evangelio que se escribió, el Evangelio de Marcos, que la menciona en dos ocasiones, como Madre de Jesús. 

Los Evangelios de Mateo y Lucas nos hablan de la infancia de Jesús y presentan a María como partícipe activa y responsable en la Encarnación del Hijo de Dios, que fue el momento clave de la Historia de la salvación; la presentan también como aquella en cuyos brazos los pastores y los Magos encuentran a Jesús en su nacimiento; y la mencionan en diversas ocasiones a lo largo de la vida pública de Jesús. También Juan resalta la función de María como copartícipe en la vida y misión de Jesús, en los momentos decisivos de su vida: al inicio de su vida pública6 y al pie de la Cruz, unida al sacrificio de Jesús. 

Como ya hemos indicado, Lucas resalta también la presencia de María en Jerusalén después de la Ascensión, estimulando la oración perseverante de los apóstoles y discípulos antes de la venida del Espíritu Santo y haciendo posible su venida. Así mismo, como indica el Papa Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”, María, por seguro, estaría presente cuando los primeros cristianos se reunían para celebrar la Eucaristía. 

Aunque silenciosa, Ella acompañó a la Iglesia naciente y estuvo en medio de la comunidad, fortaleciéndoles en la fe, en la esperanza y el amor y ejerciendo su función maternal hacia todos. María cantó en el Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava, y por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada…”. En efecto, a lo largo de los siglos el pueblo cristiano ha proclamado a María bienaventurada porque, en su sencillez y pobreza, fue escogida por Dios para una misión única e inigualable: la de ser Madre de su Hijo hecho hombre. Igualmente, porque María fue escogida para ser la Madre del Hijo de Dios, Él la llenó de su gracia y la hizo inmaculada desde el primer instante de su concepción y María respondió a esa gracia con su SI siempre fiel y constante al plan de salvación de Dios. Porque fue escogida para Madre del Hijo de Dios, permaneció también virgen a lo largo de su vida y Dios la glorificó después de su muerte, resucitándola y llevándola junto a El. 

 En el transcurso de los siglos, la Iglesia ha ido reconociendo esos privilegios de María como dogmas, como verdades de fe, a las que los cristianos se adhieren expresando su veneración y amor a la Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra: la maternidad divina, su inmaculada concepción, la virginidad perpetua y la asunción de María a los cielos en cuerpo y alma son los cuatro dogmas que han sido proclamados por la Iglesia como verdades de fe referentes a la Virgen María. El título “Madre de Dios” fue uno de los primeros títulos con el que los cristianos se dirigieron a María y ése fue también el primer dogma mariano que la Iglesia proclamó.


(María, Madre de Dios y de la Iglesia, Concepcionistas, Misioneras de la enseñanza)

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