ZAQUEO , Jose Luis Martín Descalzo

 Es Lucas quien narra el bellísimo episodio de Zaqueo.

 Jesús, de paso hacia Jerusalén, entró en Jericó. Y su llegada a la ciudad fue precedida por su fama. Allí le conocían ya bien, pero, además, muchos habían oído el pregón de los sacerdotes pidiendo que quien supiera su paradero lo denunciase. Por eso se maravillaban ahora de verle marchar derechamente al matadero. La curiosidad y los rumores de que acababa de hacer un nuevo milagro devolviendo la vista a Bartimeo, un ciego a quien todos conocían en Jericó, hizo que una gran multitud se conglomerase en la puerta de la ciudad. Entre esos curiosos estaba un tal Zaqueo, jefe y director de los aduaneros de la zona. Era un personaje realmente original: su mucho dinero no había enorgullecido su corazón; era espontáneo, ardiente, curioso, sin sentido del ridículo. Un hombre que carecía de complejos, aunque tenía todos los motivos para tener muchos. 

Era pequeñito de estatura, dice el evangelista. Si tenemos en cuenta que la estatura media de los judíos de la época era más bien baja (en torno al metro y medio), Zaqueo debía de ser casi un enano o, al menos, un buen chaparrete. Con lo que, en las aglomeraciones de multitudes, estaba condenado a no ver nada. Eso es lo que esta vez estaba ocurriéndole: entre el mar de cabezas no lograba ebookelo.com - Página 90 distinguir la del famoso maestro galileo. Pero Zaqueo era hombre tozudo, amigo de salirse con la suya. Si hubiera tenido un céntimo de respeto humano no se le habría ocurrido la idea de subirse a un árbol. ¡Él, un hombre famoso y conocido en la ciudad, un hombre rico y poderoso, exponerse así a los comentarios burlones de todo el mundo! ¡Subirse a los árboles era cosa de chiquillos, no de gente formal como él! ¡Y qué pensaría el propio Jesús si llegaba a divisarle! La idea era disparatada, pero Zaqueo no se detuvo un momento a pensarla: se anticipó a la comitiva, eligió un lugar por donde tuvieran forzosamente que pasar, buscó allí un sicomoro que resistiera su peso, y en él se encaramó. Todavía hay hoy en Jericó sicomoros con raíces en arbotante que salen fuera de la tierra y se unen casi con las ramas más bajas. No era difícil subirse a ellas, con lo que su estatura ganaba medio metro más. Allí se encaramó aquel hombrecillo de cuerpo pequeño y alma ardiente. 

Cuando Jesús pasó ante él, no pudo dejar de percibir la extraña figura de aquel hombre subido como un chiquillo sobre un árbol. Quizá preguntó de quién se trataba y alguien le explicó que era un famoso ricachón que les exprimía a todos con los impuestos que, para colmo, revertían luego en las arcas romanas. A Jesús no le fue difícil adivinar qué gran corazón se escondía tras el pequeño cuerpecillo ridículo. Y afrontó la situación con un cierto humorismo. Comenzó por llamar a Zaqueo por su nombre, como si se tratase de un viejo camarada y siguió por autoinvitarse a su casa. Baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa (Lc 19,5). La sorpresa de Zaqueo no es para descrita. ¿Cómo sabía su nombre este predicador? ¿Por qué esta familiaridad en darse por invitado a su casa? 


Pero ya hemos dicho que este hombre tenía el corazón mayor que las apariencias. Sin hacer una pregunta, bajó del árbol y corrió hacia su casa para que todo estuviera dispuesto cuando Jesús llegase. Pero no todos asistieron a la escena con la misma limpieza. Muchos murmuraban de que hubiera entrado a alojarse en casa de un hombre pecador (Lc 19,7). ¿Es que no había en todo Jericó un centenar de casas «limpias» que hubiera podido escoger mejor que la de ese impuro? Zaqueo es un traidor al nacionalismo judío, un enemigo del pueblo escogido y, por tanto, de Dios. Y es más responsable que los simples recaudadores (como fuera Mateo) que aceptaban ese trabajo para malvivir. Zaqueo es todo un jefe de aduana, uno de los que realmente vivían del sudor de los pobres. ¿Oyó Zaqueo todas estas explicaciones? Si no las escuchó, le fue fácil suponerlas. Por eso se anticipó a los escrúpulos que pudiera tener Jesús antes de entrar en su casa. Desde la misma puerta y ante el amplio grupo de apóstoles y curiosos que acompañaban a Jesús hizo una solemne proclamación: Señor, desde hoy mismo doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si a alguien le he defraudado en algo, le devolveré el cuádruplo. 

La misma audacia generosa que le lleva a subirse al sicomoro, prescindiendo de todo respeto humano, es la que le empuja ahora a una decisión tan radical. No va a dar una pequeña limosna, va a dar la mitad de su ebookelo.com - Página 91 hacienda. No va a devolver lo que haya podido robar, va a multiplicarlo por cuatro. Jesús ahora sonríe: he aquí alguien que le ha entendido sin demasiadas explicaciones, he aquí un corazón como los que él mendiga. Dice: Hoy ha venido la salvación a esta casa, por cuanto que éste es verdaderamente un hijo de Abraham. Y luego, repitiendo algo que ya ha dicho muchas veces, añade: Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10). Quienes oyen esta frase sienten en sus almas un nuevo latigazo: ven en ella un nuevo reto a los fariseos, para quienes lo perdido está perdido para siempre. ¡Otra vez el predicador que desordena el orden establecido y coloca a los pecadores y prostitutas por encima, en su interés, de los santos y los puros! Y regresa de nuevo la nube de la muerte por el horizonte.

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