Desde el fondo del dolor y de la miseria
en que me han sumergido mis delitos,
he levantado mis ojos hasta el cielo y he dicho:
¿hasta cuándo iré á confesar al Señor
los errores de mi vida? ¿quién sino Él
puede curar los dolores que me angustian
y lavar mi alma de la lepra que la devora?
Y ha pasado un día y otro día sin
levantarme de las tinieblas de la culpa para ir
a la fuente preciosa y saludable que
Tú, Dios mío, has establecido en tu santa
Iglesia para limpiarme. Era natural que
yo sucumbiera abrumado bajo el peso de
mis pecados y de mi obstinación,
sin embargo, tu inmensa bondad, tu amor
infinito, Salvador mío, aun me alienta para correr
al tribunal de la penitencia y
revelar allí mis extravíos y los amargos
secretos de mi corazón.
¡Ah, cuán grande es tu misericordia! ¡cuan tierno
y paternal eres conmigo!
Tú me has dejado vivir cuando mil veces he podido
perecer en los brazos de la culpa, y las
bondades que me has dispensado son otros
tantos llamamientos para apartarme del abismo
en que he estado próximo a sumergirme para siempre.
No seré mas tiempo sordo a tu dulce voz,
Buen pastor de las almas, y consideraré que
tu misericordia es más grande que mis pecados.
Asísteme con tu divina gracia; no me
arrojes de tu presencia ni apartes de mi
la luz de tu santo Espíritu.
Me pesa, Señor, haberte ofendido.
Perdóname, Señor; dame el profundo é intenso
dolor que justificó a David en tu presencia,
a la Magdalena y al buen Ladrón.
Favoréceme con tu auxilio para confesar pronta,
íntegra, vergonzosa y francamente mis iniquidades, y concédeme,
finalmente, las gracias que necesito
para lavarme enteramente. Amen.
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