Entended el misterio de un amor tan grande
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
De los sermones (Sermón 2, 3-5 en la resurrección del Señor: CCL 138A, 443-446) (del lecc. par-impar)
Carísimos:
Si creemos sin vacilar allá en el corazón lo que nuestros labios confiesan, somos nosotros los que en Cristo hemos sido crucificados, muertos, sepultados, nosotros los que asimismo en él hemos resucitado al tercer día.
Por eso dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él en la gloria.
Y para que los corazones fieles sepan que disponen de los medios necesarios para elevarse a la sabiduría que viene de lo alto, despreciando las concupiscencias del mundo, el Señor nos hace el regalo de su presencia en estos términos: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. No en vano había prometido el Espíritu Santo por boca de Isaías: Mirad: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»). Así pues, Jesús llena el cometido de su nombre y, si sube a los cielos, no abandona a los que ha adoptado, el que se sienta a la derecha del Padre, es el mismo que habita en todo el cuerpo; y el que aquí abajo nos estimula a la paciencia, es el mismo que desde arriba nos invita a la gloria.
Ni entre las vanidades hemos de perder el seso, ni entre las adversidades echarnos a temblar. Pues en la primera disyuntiva nos halagan las decepciones y, en la segunda, se cargan las tintas sobre las
fatigas. Pero como la misericordia del Señor llena la tierra, por todas partes nos topamos con la victoria de Cristo, y se cumple lo que él dijo: Tened valor: Yo he vencido al mundo. Si nos abstenemos de la vieja levadura de la maldad, nos mantendremos en una ininterrumpida fiesta pascual.
Pues entre todas las vicisitudes de la vida presente, colmada de pasiones las más diversas, hemos de recordar la apostólica exhortación, que nos instruye de esta forma: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse a la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el ««Nombre-sobretodo-nombre».
Que es como si dijera: si comprendéis el misterio de un amor tan grande, y caéis en la cuenta de lo que el Hijo unigénito de Dios hizo por la salvación del género humano, tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús, cuya humildad ningún rico debe despreciar, de cuya humildad ningún noble ha de enrojecer. Imitad lo que ha hecho; amad lo que él amó y, reconociendo en vosotros la gracia de Dios, amad en él vuestra propia naturaleza. Y así como él no perdió sus riquezas haciéndose pobre, ni la humildad disminuyó su gloria, ni perdió la eternidad asumiendo una naturaleza mortal, lo mismo vosotros: siguiendo sus mismos pasos y pisando sobre sus mismas huellas, despreciad los bienes terrenos, para que consigáis los celestiales. Tomar la cruz es, en efecto, matar la concupiscencia, eliminar los vicios, poner en fuga la vanidad, y abdicar de todos los errores.
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