EL SUFRIMIENTO
El horror al sufrimiento es el segundo aspecto de la lucha contra nuestra propia carne. El primero—su ansia insaciable de gozar—era un obstáculo grandísimo contra nuestra salvación eterna. Este segundo no se opone tan inmediatamente a ella, pero representa, sin embargo, el mayor y más terrible impedimento contra nuestra propia santificación.
La inmensa mayoría de las almas que se van quedando en el camino dejan de llegar a la cumbre por no haber logrado dominar el horror al sufrimiento que experimenta su carne flaca. Solamente el que se decide a afrontar con energía inquebrantable el sufrimiento y la muerte prematura, si es preciso, logrará alcanzar las supremas alturas de la santidad. Hay que tomar aquella «muy determinada determinación» de que habla Santa Teresa como condición absolutamente indispensable para llegar a la perfección. Quien no tenga ánimo para esto, ya puede renunciar a la santidad; no llegará jamás a ella. Es, pues, de la mayor importancia examinar este punto con la amplitud que el caso requiere. San Juan de la Cruz concede al amor al sufrimiento una importancia excepcional en el proceso de la propia santificación.
1. Necesidad del sufrimiento.—Ante todo es menester tener ideas claras sobre la absoluta necesidad del sufrimiento, tanto para reparar el pecado como, sobre todo, para la santificación del alma. Examinemos estos aspectos por separado.
a) PARA REPARAR EL PECADO.—El argumento para demostrarlo es muy sencillo. La balanza de la divina justicia, desequilibrada por el pecado original y restablecida a su fiel por la sangre de Cristo, cuyo valor se nos aplicó en el bautismo, quedó nuevamente des equilibrada por el pecado posterior. Ese pecado puso en uno de los platillos de la balanza el peso de un placer—todo pecado lo lleva consigo, y eso es precisamente lo que busca el pecador al cometer lo—, que determinó el desequilibrio. Se impone, pues, por la misma naturaleza de las cosas, que el equilibrio se restablezca por el peso de un dolor depositado en el otro platillo de la balanza. Es cierto que la principal reparación la realizó Jesucristo con su dolorosísima pasión y muerte, cuyo precio infinito se nos aplica por los sacramen tos; pero también lo es que el cristiano, como miembro de Cristo, no puede desentenderse de la reparación ofrecida por su divina Ca beza. Falta algo a la pasión de Cristo—se atreve a decir San Pablo (Col. 1,24)—, que deben ponerlo sus miembros cooperando con Cristo a su propia redención. De hecho, la absolución sacramental 1 SANTA TERESA, Camino 21,2: «Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera L. I. C. 4. LUCHA CONTRA LA PROPIA CARNE 339 no nos quita de encima todo el reato de pena debida por el pecado —a menos de una contrición intensísima, que rara vez se da— 2, y es preciso pagar en esta o en la otra vida hasta el último maravedí (Mt. 5,26).
b) PARA LA SANTIFICACIÓN DEL ALMA.—La santificación, como vimos en la primera parte de esta obra 3, consiste en un proceso cada vez más intenso de incorporación a Cristo. Se trata de una verdadera cristificación, a la que debe llegar todo cristiano so pena de no alcanzar la santidad. El santo es, en fin de cuentas, una fiel reproducción de Cristo, otro Cristo, con todas sus consecuencias. Ahora bien: el camino para unirnos y transformarnos en El nos lo dejó trazado el mismo Cristo con caracteres inequívocos: «El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo y tome su cruz y sígame» (Mt. 16,24). No hay otro camino posible: es preciso abrazarse al dolor, cargar con la propia cruz y seguir a Cristo hasta la cumbre del Calvario; no para contemplar cómo le crucifican a El, sino para dejarse crucificar al lado suyo. Un santo ingenioso pudo establecer la siguiente ecuación, que juzgamos exactísima: santificación, igual a cristificación; cristificación, igual a sacrificación. La comodidad moderna y el amor propio humillado ante la propia cobardía podrán lanzar nuevas fórmulas e inventar sistemas de santificación cómodos y fáciles, pero todos ellos están inexorablemente condenados al fracaso. No hay más santificación posible que la crucifixión con Cristo. De hecho, todos los santos están ensangrentados. Y San Juan de la Cruz estaba tan convencido de ello, que llegó a escribir estas terminantes palabras:
«Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no le crea ni abrace aunque se la confirme con milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas. Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz»
(Teología de la perfección cristiana, Antonio Royo Marín)
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