CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN SU PASIÓN








Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador. “El Padre –dice el propio Jesús– os ama porque vosotros me habéis amado” (Jn. 16, 27).
«Algunos –expone San Francisco de Sales– cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, otros en la frecuencia de sacramentos y algunos en el reparto de limosnas; mas todos se engañan, porque la perfección estriba en amar a Dios de todo corazón».
Ya lo decía el Apóstol: “Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (Col. 3, 14).
La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín:
«Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado. 

¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor?
Él nos amó desde la eternidad.
Dice Dios: Aún no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo.

Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: “Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor” (Os. 3, 14). Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor.
Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín.




También Santa María Magdalena de Pazzi, cuando cogía una hermosa flor, se sentía abrasar en amor divino y exclamaba: «¿Conque Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta florecita por mí?»
A su vez, Santa Teresa de Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados, oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había creado para ser amado de ella.

Mas no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: “Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito” (Jn. 3, 16). Viéndonos el Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había arrebatado. Y, dándonos al Hijo, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo. 
Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros. Y vimos a la majestad infinita como anonadada. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen. 
Pero lo que hace más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció sobre la tierra. 



 ¿Quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de dos malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor que no entiende de puntos de honra. 
Sobrada razón tenía, por lo tanto, San Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh caridad!». De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucificado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!  Si no nos lo asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente, felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre que se diría había salido como fuera de sí?

«Vimos a la misma Sabiduría –dice San Lorenzo Justiniano–, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí, Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor, Jesús mío».
¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos!  San Buenaventura llamaba a las llagas de Jesucristo «llagas que hieren los más duros corazones y que inflaman en amor a las almas más heladas».
No alcanza ningún entendimiento angélico que tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su virtud.
No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor.
Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos. Y si como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz fuera menester estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera necesario. De manera que mucho más amó que padeció;
muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que mostró.



(Extraído del libro de san Alfonso María de Ligorio: Práctica de amor a Jesucristo)



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