MARÍA SOCORRE A SAN FRANCISCO DE SALES



Tenía San francisco de Sales unos diecisiete años y se encontraba en París dedicado al estudio y entregado al santo amor de Dios, disfrutando de dulces

delicias de cielo. Mas el Señor, para probarlo y estrecharlo más a su amor, permitió que el demonio le obsesionase con la tentación de que todo lo que hacía era para nada, porque en los divinos decretos estaba condenado. 

La oscuridad y aridez en que Dios quiso dejarlo, ya que se encontraba insensible a los

pensamientos más dulces sobre la divina bondad, hicieron que la tentación tomara más fuerza para afligir el corazón del santo joven, hasta el punto de que por esos temores y desolaciones perdió el apetito, el sueño, el color y la alegría, de modo que

daba lástima a todos los que lo veían.

Mientras duraba aquella terrible tempestad, el santo joven no sabía concebir otros pensamientos ni proferir otras palabras que no fueran de desconfianza y de

dolor. “¿Entonces estaré privado de la gracia de Dios, que en lo pasado se me ha mostrado tan amante y suave? ¡Oh amor, oh belleza a quien he consagrado

todos mis afectos! ¿Ya no gozaré más de tus consolaciones? ¡Oh Virgen Madre de Dios, la más hermosa de todas las hijas de Jerusalén! ¿Es que no te he de ver en el paraíso? Ah Señor, ¿es que no he de ver tu rostro? Al menos no permitas que yo

vaya a blasfemar y maldecirte en el infierno”. 

Estos eran los tiernos sentimientos de aquel corazón afligido y enamorado de Dios y de la Virgen.

La tentación duró un mes, pero al fin el Señor se dignó librarlo por medio de María santísima, la consoladora del mundo, a la que el santo había consagrado su

virginidad y en la que afirmaba tener puesta toda su confianza.

Una tarde, yendo hacia casa, vio una tablilla pegada al muro. La leyó, y era la siguiente oración: 

“Acordaos, piadosísima María, que jamás se ha oído

decir que ninguno de los que han acudido a ti se haya visto por ti desamparado”.

Postrado junto al altar de la Madre de Dios rezó con afecto aquella oración, le renovó su voto de castidad y prometió rezarle todos los días un rosario. Y luego añadió: “Reina mía, sé mi abogada ante tu divino Hijo, al que no me atrevo a recurrir. Madre mía, si yo, infeliz, en la otra vida no puedo amar a mi Señor que es tan digno de ser amado, al menos consígueme que te ame en este mundo inmensamente. Esta es la gracia que te pido y de ti la espero”. 

Así rezó a la Virgen y se abandonó por completo en brazos de la divina misericordia, resignado completamente a la voluntad de Dios. Pero apenas había concluido su oración, en un instante la Virgen le libró de la tentación. Recuperó del todo la paz del alma y la salud corporal y siguió viviendo devotísimo de María, cuyas alabanzas y misericordias no cesó de anunciar en predicaciones y libros toda la vida.

(Las Glorias de María, San Alfonso Mª de Ligorio)

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