SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD

 Isabel Catez nació el 18 de julio de 1880 cerca de Bourges (Francia). Tres años después nacerá su hermana Marguarita (Guita).  En 1887 fallecen su abuelo y su padre y quedan las dos niñas al cuidado de su madre, una mujer muy enérgica y recta.

La pequeña Isabel también tiene un carácter muy marcado, sus rabietas infantiles eran temibles. Pero también desde muy temprana edad, trata de vencer su temperamento. Al morir el padre, cambian de domicilio cerca de las Carmelitas Descalzas de Dijon. El sonido de las campanas del convento y la huerta de las monjas ejercerán una gran atracción sobre Isabel.


El día de su primera comunión, 19 de abril de 1891, es fundamental para ella: siente que Jesús la ha llenado. Esa tarde va de visita por primera vez al Carmelo y la priora le explica el significado de su nombre hebreo. Isabel es “casa de Dios”. Esto impacta profundamente a la niña, que comprende la hondura de esas palabras. Desde entonces, se propone ser morada de Dios en su vida, con más oración, controlando su temperamento, olvidándose de sí misma.

A pesar de su viva inteligencia, la joven Isabel recibe una cultura general deficiente, pero está muy dotada para la música y gana un primer premio de piano a los 13 años. Tiene un alma sensible a la música y la naturaleza, hermosuras que le refieren siempre a Dios, en las que ve reflejada la armonía del Creador.

Isabel desea ser carmelita, pero su madre se lo prohíbe hasta los 21 años. Leyendo a Santa Teresa, siente una gran sintonía. Comprende que la contemplación es dejarse obrar por Dios, que la mortificación ha de ser interior y que la amistad es una actitud de anteponer tus intereses a los de la otra persona. También le ayudó mucho la lectura de la Historia de un alma, donde la joven Teresa de Lisieux, recién fallecida, la impulsó en el camino de la confianza en Dios.

El 2 de agosto de 1901, la postulante ingresa en el Carmelo de Dijon con el nombre de Isabel de la Trinidad. La Madre Germana será su priora, maestra y, finalmente, admiradora y discípula. Isabel vive una vida completamente ordinaria, una vida de fe, sin revelaciones ni éxtasis, sin embargo, enseguida llama la atención de toda la comunidad la fidelidad y entrega de la joven. Ella, a su vez, se sumerge en la lectura y profundización de la Escritura (fundamentalmente San Pablo) y de San Juan de la Cruz. De su mano, va encontrando su propio camino interior y madurando en su fe.

Leyendo a San Pablo, descubre una intensa llamada a ser Alabanza de Gloria de Dios Trino en cada instante del día, viviendo en una constante acción de gracias. Llega a tener tal identificación, que al final de su vida firma algunas cartas con ese nombre: “Laudem Gloriae”.

En la cuaresma de 1905, Isabel enferma y tras una penosa y larga enfermedad, muere el 9 de noviembre de 1906. Sus últimas palabras fueron: “Voy a la Luz, al Amor, a la Vida”.

Su vida y escritos tuvieron una difusión sorprendente. Estos son: sus Diarios, las Cartas, sus Poemas (reflejo de su alma, pero de poca calidad literaria), unas Oraciones entre las que es célebre su elevación a la Santísima Trinidad, y los siguientes escritos: El cielo en la fe, que anima a vivir el cielo en la tierra adorando a Dios en fe y amor, a su hermana Guita, casada y madre; grandeza de nuestra vocación, últimos ejercicios y déjate amar (dedicado a su priora).

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LA CAPILLA DE LAS CARMELITA, POEMA

[(Antes del 14 de) septiembre de 1897]

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar con cuidado.

Junto a la reja hay un cuadro
donde se ve al divino Cordero
la triste noche de la agonía
velando y orando por los hombres.

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar sin cuidado.

En este muy querido santuario
Jesús ya no está solitario.
Todo lo dejaron por Ti
cuando les dijiste: *Venid a Mí.+

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar sin cuidado.

Quiero, como ellas, todo abandonar,
mi vida te quiero dar.
Tu agonía compartir
y crucificada morir.

Brillará el día venturoso
en que Jesús ceda a mi amor.
En su capilla misteriosa
me sentiré muy dichosa.
Dejaré correr mis lágrimas
dando gracias al Señor.

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Cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Jesucristo por su
cuerpo, que es la Iglesia+ (Col. 1, 24). He aquí lo que constituía la
felicidad del Apóstol. Este pensamiento me persigue y te confieso que
experimento una alegría íntima y profunda al pensar que Dios me ha escogido
para asociarme a la Pasión de su Cristo, y este camino del Calvario que subo
cada día me parece más bien la ruta de la felicidad. 
No has visto esas estampas que representan a la muerte segando con la hoz? Pues bien, ése es mi estado; me parece que la siento destruirme así... Para la naturaleza esto es a veces doloroso, y te aseguro que si me quedase ahí, no sentiría más que flaqueza en el sufrimiento. 
Pero esto es la consideración humana, y muy pronto "abro el ojo de mi alma a la luz de la fe", y esta fe me dice que es el amor el que me destruye, quien me consume lentamente, y mi alegría es inmensa y me ofrezco a él como presa

(Santa Isabel de la Trinidad)

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Date prisa a bajar, porque es necesario que hoy me hospede en tu casa+ (Lc. 19, 5). 

El Maestro repite sin descanso a nuestra alma esta palabra que un día dirigió a Zaqueo. *Date prisa a bajar.+ Pero )cuál es, entonces, esta bajada que El exige de nosotros sino una entrada más profunda en nuestro abismo interior?. Este acto no es "una separación exterior de las cosas exteriores", sino una "soledad del espíritu", un desasimiento de todo lo que no es Dios.

(Santa Isabel de la Trinidad)

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ELEVACIÓN A LA TRINIDAD

 

“¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh, mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga adentrarme más en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu descanso. Que no te deje allí jamás solo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en total adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria; quisiera amarte... hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia, y te pido que me ‘revistas de ti mismo’, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas en Ti, que me invadas, que ocupes Tú mi lugar, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.


¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero miraros siempre y permanecer bajo tu gran luz. ¡Oh, Astro querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu irradiación.


¡Oh, Fuego consumidor, Espíritu de Amor! ‘Ven a mí’ para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad complementaria en la que renueve todo su misterio. Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate hacia tu pequeña criatura, ‘cúbrela con tu sombra’, y no veas en ella más que a tu ‘Hijo amado, en quien has puesto todas tus complacencias’.


¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Ti como víctima. Abísmate en mí para que yo me abisme en Ti, mientras espero ir a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas. 



Isabel de la Trinidad, 

Carmelo de Dijon

21 de noviembre de 1904



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