A las almas amantes de Jesucristo no hay pena que así las aflija como las tentaciones; el resto de los males, aceptados resignadamente, las inclinan a unirse más y más a Dios; mas, cuando se ven tentadas a pecar y expuestas a separarse de Jesucristo, este tormento les es más amargo que todos los demás.
Por qué permite Dios las tentaciones.
Adviértase aquí que, aun cuando las tentaciones que inducen al mal no provienen de Dios, sino del demonio o de nuestras malas inclinaciones: Dios no es tentador de cosa mala, sin embargo, el Señor permite a veces que sus más regaladas almas sean las más fuertemente tentadas.
Dios permite las tentaciones, primero, para que con ellas reconozcamos mejor nuestra debilidad y la necesidad que tenemos de su ayuda para no caer. Cuando el alma se ve favorecida de Dios con divinas consolaciones, se le hace que está valiente para desafiar todo asalto de los enemigos y para emprender cualquier obra en pro de la divina gloria. Pero cuando se halla bravamente tentada, al borde del precipicio y a pique de sucumbir, entonces reconoce mejor su flaqueza e impotencia para resistir si Dios no la ayudare.
Esto puntualmente aconteció a San Pablo, que cuenta de sí mismo que el Señor permitió fuera tentado con tentaciones carnales para que no se envaneciese de las revelaciones con que el Señor le había favorecido.
Permite, en segundo lugar, Dios las tentaciones para que vivamos desprendidos de la tierra y deseemos más ardorosamente ir a verlo en el cielo. De aquí es que las almas buenas, al verse en esta vida combatidas noche y día por tantos enemigos, tienen tedio de la vida. Quisiera el alma volar hacia Dios, pero mientras viva en esta tierra se sentirá como ligada a ella y combatida de continuas tentaciones. Este lazo no se rompe sino con la muerte, por la que suspiran las almas amantes como por libertadora del peligro de perder a Dios.
En tercer lugar, permite Dios que seamos tentados para enriquecernos de méritos, como fue dicho a Tobías: Y puesto que eres acepto a Dios, necesario fue que la tentación te aquilatase ( (Tob., XII, 13). El alma no por estar tentada ha de temer hallarse en desgracia de Dios; al contrario, ha de esperar más aún que es muy amada de Él. Es engaño del demonio hacer creer a ciertos espíritus pusilánimes que las tentaciones son pecados que empañan al alma. No son los malos pensamientos los que nos hacen perder a Dios, sino los malos consentimientos. Por vehementes que sean las sugestiones del demonio, por vivos que sean los fantasmas impuros que asalten la imaginación, mientras no consintamos en ello, lejos de manchar el alma, la vuelven más pura, más fuerte y más acepta a Dios.
Dice San Bernardo que cuantas veces vencemos las tentaciones, conquistamos una nueva corona. Se apareció un ángel a cierto monje cisterciense y le dio una corona, con orden de que se la llevase a otro monje y le dijera que la había merecido por la victoria que hacía poco había reportado sobre una tentación. Ni debe espantarnos que el mal pensamiento no se marche de la mente y siga atormentándonos; basta con que lo aborrezcamos y procuremos rechazarlo. Fiel es Dios, quien no permitirá que seáis tentados más de lo que podéis, dice San Pablo: "Fidelis autem Deus est qui non patietur vos tentari supra id quod potestis" (I Cor., X, 13).
Por tanto, quien resiste a la tentación, lejos de perder, aprovechará. Por eso el Señor permite a menudo que las almas predilectas sean las más tentadas, para que hagan más acopio de méritos en esta vida y de gloria en el cielo. El agua estancada y muerta no tarda en corromperse. Así pasa con el alma que, entregada al ocio, sin tentaciones ni combates, se halla en peligro de perderse, ya complaciéndose en los propios méritos, ya pensando que ha llegado a la perfección; de esta suerte pierde el temor, se cuida bien poco de encomendarse a Dios y no trabaja por alcanzar la salvación eterna. Mas, cuando comienza a ser agitada de tentaciones y se ve en peligro de precipitarse en el abismo del pecado, recurre entonces a Dios, recurre a la divina Madre, renueva el propósito de morir antes de pecar, se humilla y se abandona en brazos de la divina misericordia, y así logra alcanzar más fortaleza y se une a Dios más estrechamente, como atestigua la experiencia.
No por eso hemos de desear tentaciones, sino que siempre hemos de rogar a Dios que nos libre de ellas, y en especial de aquellas en que habríamos de consentir, que esto quieren las palabras del Padre nuestro: No nos dejes caer en la tentación. Pero, cuando Dios permite que nos asalten, entonces, sin inquietarnos por feos y bajos que sean tales pensamientos, confiemos en Jesucristo y pidámosle su ayuda, que a buen seguro no nos faltará para resistir.
Dice San Agustín: «Arrójate en sus brazos, desecha todo temor, que no se retirará para que caigas». Abandónate en manos de Dios sin temor alguno, porque, si Él te mete en el combate, no te dejará solo para que caigas en la lucha.
De los remedios contra las tentaciones.–
Tratemos ya de los remedios para vencer las tentaciones. Muchos son los que señalan los maestros de la vida espiritual, pero el más necesario y seguro, del que voy a tratar, es el acudir prontamente a Dios con humildad y confianza, diciéndole: Pléguete, ¡oh Dios!, librarme; Señor, apresúrate a socorrerme (Ps., LXIX, 2). Ayudadme, Señor, y ayudadme presto. Sola esta oración bastará para hacernos triunfar de los asaltos de todos los demonios del infierno que se conjuren para combatirnos, porque Dios es infinitamente más poderoso que todos los demonios. Bien sabe Dios que no tenemos fuerza para hacer frente a las tentaciones de los poderes infernales; por eso dice el doctísimo cardenal Gotti que, cuando nos veamos combatidos y estemos a punto de sucumbir, Dios está obligado a prestarnos su ayuda para resistir, con tal de que se la pidamos. Y ¿cómo podríamos temer que Jesucristo no nos ayudara, después de tantas promesas hechas en este sentido en las Sagradas Escrituras? Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt., II, 28). E invócame en el día de la angustia; yo te libraré y tú me honrarás (Ps., XLI, 15). Entonces clamarás, y Yahveh te responderá; pedirás auxilio, y contestará: «¡Heme aquí!» (Is., LVIII, 9). ¿Quién le invocó y fue de Él despreciado? (Eccli., II, 12).
Sobradamente lo atestigua la experiencia: quien acude a Dios en las tentaciones, no cae, y cae quien se olvida de acudir a Él, y especialmente en las tentaciones contra la pureza. En semejantes tentaciones de impurezas, e igual se puede decir en las tentaciones contra la fe, no se ha de luchar directamente con ellas, sino que hay que resistirlas con medios indirectos, ejercitándose en actos de amor a Dios o de dolor de los pecados y hasta distrayéndose con cualquier acción indiferente.
Tan pronto como advirtamos que se presenta un pensamiento con visos de sospechoso, hemos de despacharlo al instante y darle, por decirlo así, con la puerta en rostro, negándole entrada en la mente, sin detenerse a descifrar lo que significa o pretenda. Tales malvadas sugestiones hay que sacudirlas luego, como se sacuden las chispas que pueden caer en la ropa. Cuando la tentación impura hubiera franqueado la mente y dejado sentir los primeros movimientos de los sentidos, dice San Jerónimo que entonces hay que redoblar la voz y clamar a Dios pidiéndole su ayuda, sin dejar de invocar los santísimos nombres de Jesús y de María, que tienen especial virtud contra esta suerte de tentaciones.
Dice San Francisco de Sales que, cuando los niños divisan al lobo, se echan prestos en brazos del padre o de la madre y allí se sienten seguros. Así debemos hacer nosotros, correr presurosos a Jesús y a María con súplicas y peticiones. Repito que correr presurosos, sin prestar oídos a la tentación ni disputar con ella.
Cuéntase en el § 4 del libro de las Sentencias de los Padres de la antigüedad que cierto día San Pacomio oyó que un demonio se lisonjeaba de haber hecho caer a un monje, porque cuantas veces lo tentaba le prestaba oídos, sin acudir presto a Dios; y, por el contrario, oyó que otro demonio se lamentaba diciendo: «Pues yo con mi monje nada puedo, porque recurre prestamente a Dios y siempre me vence». Si la tentación siguiere molestándonos, guardémonos de inquietarnos ni irritarnos por ello, pues el demonio pudiera valerse de tal inquietud nuestra para hacernos caer. Entonces es cuando debemos resignarnos humildemente a la voluntad de Dios, que se digna permitir seamos tentados con tan bajos pensamientos. Bastará con que digamos: «Señor, bien merecido tengo ser molestado con estas tentaciones en castigo de las ofensas que os he hecho, pero a vos os toca socorrerme y librarme de caer». Y si, con todo, la tentación prosiguiere molestándonos, prosigamos invocando a Jesús y a María. Importa mucho entonces renovar la promesa hecha a Dios de sufrir toda suerte de trabajos y morir mil veces antes que ofenderle sin dejar de pedirle su ayuda. Y cuando las tentaciones fuesen tan violentas que nos viéramos en grave peligro de consentir, redoblemos el fervor de las oraciones y recurramos al Santísimo Sacramento, postrémonos a los pies del Crucifijo o de alguna imagen de la Santísima Virgen y roguemos con redoblado ardor, gimamos, lloremos y pidamos auxilio. Una cosa es cierta: que Dios está presto a escuchar a quien le ruega y que Él es, y no nuestra diligencia, quien nos dará valor para resistir; pero a las veces quiere el Señor nuestros esfuerzos para después suplir nuestra flaqueza y hacernos alcanzar la victoria.
Bueno es advertir aquí, por ser doctrina admitida entre los teólogos, aun entre los rigoristas, que las personas que por mucho tiempo han vivido vida ejemplar y son temerosas de Dios, siempre que andan en dudas de si habrán consentido o no consentido en alguna culpa grave, deben estar seguras de no haber perdido la amistad de. Dios, pues es moralmente imposible que la voluntad afianzada mucho tiempo en el bien obrar, en un momento se cambie y consienta en un pecado mortal, sin conocerlo claramente. La razón de ello es que, siendo el pecado mortal tan horrible monstruo, no puede penetrar en el alma que por tanto tiempo lo ha aborrecido, sin que a las claras se dé a conocer.





No hay comentarios:
Publicar un comentario