MARTÍN DE LA CARIDAD

 


Martín nos demuestra, con el ejemplo de su vida, que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser; y si, en segundo lugar, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.


Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible.


Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él.

Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad».


Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos.


-San Juan XXIII, papa-

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SAN MARTÍN DE PORRES Y LA VIRGEN MARÍA

San Martín de Porres era devotísimo de la Virgen María a la que rezaba continuamente: realizaba peticiones y ofrendas que Ella, agradecida y sensible a los dones recibidos, guardaba en su inmenso e inmaculado corazón. Todo ello, junto a la humildad del santo dominico -como ejercicio mismo de la virtud de la pobreza y la ternura hacia la vida-, agradaban sobremanera a la que es nuestra Madre del cielo. Honraba a la Madre de Dios con las mejores flores, que simbolizaban su amor por ella, la pureza y la dulzura de todo aquel que la contempla y le reza. San Martín de Porres fue una persona de mente abierta y de espíritu amplio y libre, aprendido de su familiaridad y sus frecuentes confidencias con la Virgen, que siempre le escucha. Hablaba con ella y de ella con tal fervor y devoción que conmovía los corazones de quienes lo oían. Con su rosario en la mano y a los pies de la Virgen pedía el auxilio de la que es Madre, Abogada y Consuelo de los que padecen. A través del rezo del Santo Rosario que le ofrecía diariamente, los ruegos se convertían en auténticas bendiciones y custodia para los afligidos. En este sentido, San Martín confió sus inquietudes y afanes a la Virgen del Rosario; además, vivió y transmitió tiernamente el Rosario como herencia y compromiso. Fray Martín, prodigio en la devoción a María, tenía un gran corazón para amarla y servirla infinitamente. Siempre anduvo en el verdadero amor, que ni cansa ni se cansa. Y hasta el último momento se entrega a la Virgen para descansar en ella, la que es Santa María del Reposo y Madre de Misericordia de todos sus hijos, que como premio triunfal a lo que fue su vida se le aparece para asistirlo a bien morir.

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SAN MARTÍN DE PORRES Y LOS ANIMALES

La escoba y los animales domésticos son inseparables a la figura de San Martín de Porres a los que siempre compadeció y socorrió. Pedir a San Martín por la protección de nuestros animales de compañía es una buena idea, además de un acto de generosidad. La caridad universal de San Martín de Porres también se extendía a los pobres animalitos a los que trataba con amigable bondad, fruto de su amor por el Creador de todos los seres. Tenía el don de comunicarse con ellos —la parazoogésis—, los cuales le obedecían por particular privilegio de Dios. Fray Martín se encargó de amar y cuidar con cariño a los animales, domésticos y otros no tanto, a quienes muchas veces alimentaba y curaba con la máxima delicadeza de sus heridas o enfermedades. Sus biógrafos nos hablan de las atenciones que prestaba a los animales cual solícito veterinario. Y es que amar a los animales es amar a Dios en su creación.


Fray Martín había separado en la casa de su hermana, que ya estaba casada y en buena posición social, un patio donde albergaba a gatos y perros sarnosos, llagados y enfermos para cuidarlos. Una señal inequívoca de la presencia de Dios en los humildes y caritativos: en las personas buenas que respetan y cuidan de sus semejantes, a los animales y de la naturaleza en sí misma. Por eso a él le resultaría incomprensible y dolorosa la conducta de aquellos que maltratan —incluso con ensañamiento— y quitan la vida a animales inocentes, que ni hacen ningún mal ni sirven para sustento. También, hoy en día, resulta un aspecto ciertamente incómodo y reprochable en aquellas personas que, poniendo todo su afecto en los animales domésticos, alimentan y agasajan con viandas exquisitas u otras excentricidades sus mascotas, y en cambio cierran sus ojos y sus corazones para las personas necesitadas que carecen de lo necesario para subsistir. Fray Martín no declinó jamás hacia ninguno de estos extremos, atendiendo y entendiendo el mundo animal en constante equilibrio: En los documentos del proceso de beatificación se cuenta también que Fray Martín “se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto”. No es extraño que en el convento, los perros, gatos y ratones comieran del mismo plato cuando Fray Martín les ponía el alimento. Se cuenta que iba un día camino del convento y que en la calle vio a un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: “Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remediarte”. Fue con él al convento, acostó al perro en una alfombra de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Después de permanecer una semana en la casa, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro: “No vuelvas a las andadas —le dijo—, que ya estás viejo para la lucha”. Otra anécdota que explica su amor a los animales es la siguiente: resulta que el convento estaba entonces infestado de ratones y de ratas, los cuales roían la ropa y los hábitos, tanto en la sacristía como en las celdas y en el guardarropa. Después que los frailes resolvieran tomar medidas drásticas para exterminarlos, Martín de Porres se sintió afligido por ello y sufrió al pensar que aquellos inocentes animalitos tuvieran que ser condenados de aquella manera. Así que, habiendo encontrado a una de aquellas bestias le dijo: “Pequeño hermano rata, óyeme bien: ustedes ya no están seguros aquí. Ve a decirles a tus compañeros que vayan al albergue situado en el fondo del jardín. Me comprometo a llevarles allí comida, a condición de que me prometan no venir ya a causar estragos en el convento”. Después de estas palabras, según se cuenta, el “jefe” de la tribu ratonil rápidamente llevó el aviso a todo el ejército de ratas y ratones, y pudo verse una larga procesión de estos animales desfilando a lo largo de los pasillos y de los claustros para llegar al jardín indicado. En su biografía se cuentan otros muchos recuerdos y anécdotas al respecto: como por ejemplo, su costumbre de acariciar a las gallinas del convento que muy contentas siempre se le acercaban; de cuando calmó a un becerro bravo o amansó a un perro salvaje e incluso como curaba a gatos, mulas y pájaros. Su tacto sobre los animales era realmente maravilloso. Como vemos, el amor de San Martín de Porres por los animales —algunos de ellos enemigos entre sí por naturaleza y a los que hizo comer en un mismo plato— lo podemos extrapolar de algún modo a su empeño por construir la paz en la sociedad: el símbolo de la diversidad de ideas que conviven en armonía en un mismo espacio y un estímulo para alcanzar la solidaridad entre todos. Como así siempre predicó. «No hagas daño a nadie, porque todas las criaturas son obra de Dios»



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