LA TÚNICA DEL MAL ( Cardenal John Henry Newman )


 

La agonía de Jesús en Getsemaní, meditación del Cardenal John Henry Newman

Allí se encontraba el Salvador del mundo, arrodillado en aquella hora terrible - después de renunciar a la defensa de su Divinidad y a los ángeles que, a millones, estaban dispuestos a escuchar su llamada -, abiertos sus brazos y descubierto su pecho, puro como era, ante el asalto de su enemigo, cuyo aliento engendraba pestilencia y cuyo abrazo significaba agonía. Allí estaba de rodillas, inerte y quieto, mientras el repugnante y vil espíritu cubría su alma con un vestido saturado de todo lo que es odioso y horrible en la conducta humana, un vestido que llegaba a su corazón y llenaba su conciencia, que se extendía hasta cada sentido y rincón de su mente, y le infectaba con una lepra moral, hasta hacerle sentir que era lo que nunca podía ser: el pecador que su enemigo pensaba haberle hecho.


          ¡Qué angustia sentiría cuando se contemplara a Sí mismo y no se reconociera al verse como un abyecto y miserable pecador, con la percepción intensa de una masa de corrupción que venía sobre su cabeza y alcanzaba los bordes de su túnica! ¡Qué desconcierto, cuando encontrara que sus ojos, manos, pies, labios y corazón eran como miembros del maligno, y no de Dios!


       ¿Son éstas las manos del inmaculado Cordero de Dios, antes inocentes pero ahora enrojecidas con mil bárbaros hechos de sangre? ¿Son éstos sus labios, que no dicen oraciones ni alabanzas y parecen mancillados con juramentos y blasfemias? ¿Son éstos sus ojos, profanados por feas visiones y espejismos de idolatría, con los que los hombres han  abandonado a su Creador? Sus oídos  estallan con un griterío/de rebeldía y tumulto. Su corazón se hiela con la avaricia y la crueldad. Su memoria está cargada con todos los pecados que se han cometido desde la caída original en todas las regiones de la tierra, con el orgullo de los antiguos gigantes, la concupiscencia de las cinco ciudades, la obstinación de Egipto, la ambición de Babel y la ingratitud del pueblo elegido.


      ¿Quién no conoce la angustia de un pensamiento turbador que, a pesar de ser rechazado, vuelve una y otra vez, para confundir si es que no puede dominar?¿Quién no sabe de alguna odiosa y enfermiza imaginación, extraña a la persona, pero impuesta a la mente desde fuera, o de perversos conocimientos que se pagaría un gran precio por olvidar?


       Adversarios como éstos te rodean, bendito Señor, a millones. Te asaltan en grupos más numerosos aún que las langostas y las plagas de animales que un día invadieron Egipto. Se acumulan aquí todos los pecados de vivos y muertos, de hombres que todavía no han nacido, de salvados y réprobos, de tu pueblo y de pueblos lejanos, de pecadores y de santos. Los que más amas, tus Apóstoles y elegidos - Pedro, Santiago y Juan _, se encuentran junto a Ti, pero no como consoladores, sino para acusarte, como los amigos de Job, "arrojando polvo hacia el cielo" y apilando maldiciones sobre tu cabeza.


         Sólo falta una persona: la Virgen María. Porque ella, que no tenía pecado, era la única que podía consolarte, y por eso no se encontraba allí. Aparecerá más tarde junto a tu Cruz, pero no está en Getsemaní. Ha sido tu asociada y confidente durante toda la vida; ha intercambiado contigo limpios pensamientos a lo largo de treinta años. Pero sus oídos y corazón virginales no pueden ahora escuchar ni concebir lo que Tú ves. Sólo Dios es capaz de llevar este peso.


        Alguna vez has llevado delante de tus santos la imagen de un pecado, quizás solamente un pecado venial, tal como se muestra a tus ojos, y ellos nos han manifestado que la visión les habría aniquilado si no hubiera sido retirada inmediatamente. La Madre de Dios, en razón de su santidad, no habría  tolerado ni siquiera una parte de esa innumerable progenie maligna que te oprime.


        Es como la larga historia del mundo, que únicamente Dios puede soportar. Esperanzas destruidas, advertencias despreciadas, votos violados, oportunidades perdidas; inocentes traicionados, penitentes relapsos y justos vencidos; la sofistería de la incredulidad, la arrogancia de la pasión, la obstinación del orgullo, la tiranía del hábito, el cáncer del remordimiento, la fiebre agotadora de la concupiscencia, la angustia de la desesperación; semblantes miserables de la víctimas de la rebeldía libre contra Dios: todo está ahora ante Él, sobre Él y dentro de Él. Ocupa el lugar de aquella paz inefable que ha habitado en su alma desde el momento de su concepción. Está sobre Él y parece pertenecerle como propio.

Jesús se dirige suplicante al Padre como si fuera el criminal y no la víctima. Su agonía toma forma de culpa y de compunción. Está haciendo penitencia. Parece llevar a cabo una confesión. Ejercita la contrición con un realismo y una virtud infinitamente mayores que los de todos los santos y penitentes juntos, porque es la única víctima por todos, la única satisfacción, el verdadero penitente: es todo menos el auténtico y real pecador.


        Se levanta pesadamente de la tierra y se prepara para recibir al traidor, que se aproxima con rapidez en la oscuridad. Se vuelve, y he aquí que hay sangre en su túnica y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde vienen estas primicias de la pasión del Cordero? Ningún latigazo ha tocado todavía sus hombros, y ningún clavo ha rozado sus manos o sus pies. Hermanos míos, ha sangrado anticipadamente. Ha vertido sangre, y fue precisamente su espíritu en agonía el que rompiendo la textura carnal ha causado este admirable derramamiento. Su pasión ha comenzado desde dentro. Aquel corazón atormentado, sede de ternura y amor, comenzó finalmente a fatigarse y a latir con una vehemencia superior a sus energías naturales. "Saltaron todas las fuentes del gran abismo"(Gen. VII, 11). Los rojos causes fluyeron tan copiosos y violentos que desbordaron las venas, y estallando a través de los poros de depositaron sobre su piel a la manera de un espeso rocío. Luego, en forma de grandes y pesadas gotas, corrieron hasta empapar el suelo.


        "Mi alma está triste hasta la muerte" (Mt. XXVI, 38), exclamó el Señor. Se ha dicho que la terrible pestilencia que padecemos empezó con la muerte, para significar que no tiene etapas o momentos críticos, que toda esperanza se esfuma cuando llega, y que lo que parece su curso es sólo agonía mortal y proceso de disolución. Igualmente, nuestro Sacrificio de Expiación comenzó con esta pasión incomparable, y no murió en ella porque su voluntad omnipotente no permitió el colapso del corazón ni la separación entre alma y cuerpo, hasta haber sufrido en la Cruz.


       No había apurado aún el entero cáliz del que inicialmente se apartaba su debilidad natural. El prendimiento, las acusaciones, los escarnios, la prisión y el juicio, el ir de un lado para otro, los azotes, la coronación de espinas, la lenta marcha hacia el Calvario, y la crucifixión le esperaban todavía. Un noche y un día, hora tras hora, han de transcurrir lentamente antes de que llegue el fin y la satisfacción se complete. Cuando llegue el momento fijado y Él lo disponga con la fuerza de su Palabra, la Pasión, que comenzó por el alma, terminará también en ella. El Señor no murió de agotamiento corporal ni de dolor físico. Su atribulado Corazón se rompió, y Él encomendó su Espíritu al Padre.


                                                                 John Henry Newman

RAZONES DE LA VERDADERA AGONÍA DE JESÚS EN EL HUERTO

 


En el Huerto, Jesús asume en plenitud todos los pecados por los que va a morir. 

Solemos pensar que Jesús “cargó” con los pecados del mundo, como quien toma un saco y lo lleva sobre sus espaldas. Pero eso no hubiera sido una redención. Para que exista una verdadera redención debe haber una verdadera sustitución de víctimas y la que muere hacer suyas todas las culpas por las que las demás estaban castigados a la muerte eterna.

Hacerlas suyas, incorporarlas, es casi tanto como cometerlas. Jesús no pudo “cometer” los pecados por los que moría. Pero si de alguna manera no los hubiera hecho parte verdadera de su ser, no habría muerto por esos pecados. Y no se trata de uno, de dos, de cien pecados. Se trata de todos los pecados cometidos desde que el mundo es mundo hasta el final de los tiempos. Un solo pecado que él no hubiera hecho suyo habría quedado sin redimir, sin posibilidad de verdadero perdón.

Así pues, el no estaba haciéndose autor de los pecados del mundo, pero sí los tomaba por delegación. Se hacía “pecador”, se hacía “pecado”

Todo esto para nosotros no significa nada. El hombre sabe muy bien vivir con su pecado, sin que esto lo desgarre, no lo mide en su profundidad.

Pero Jesús sabía en todas sus dimensiones lo que es el pecado. Estaba convirtiéndose, por delegación, en enemigo de su Padre, en “el” enemigo de su Padre, puesto que recogía en sí todos los gestos hostiles a Él. Hacerse pecado era para Jesús volver de revés su naturaleza.

Nunca jamás en toda la historia del mundo y en la de todos los mundos posibles ha existido nada, ni podrá existir nada, más horrible que este hecho de un Dios haciéndose pecado. Cualquier sudor de sangre, cualquier agonía humana, no será más que un pálido reflejo de este espanto.


(Jose Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret)

ORACION POR LA HUMILDAD

 



Señor Jesús, manso y humilde.

Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran.

Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad, mi Señor manso y humilde de corazón.

No puedo perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las rivalidades me asustan.

No se de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que otros... Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad.

Dame la gracia de perdonar de corazón, la gracia de aceptar la crítica y aceptar cuando me corrijan. Dame la gracia, poder, con tranquilidad, criticarme a mi mismo.

La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro, no resalto ante los demás, con lo que digo, con lo que hago.

Ayúdame, Señor, a pensar menos en mi y abrir espacios en mi corazón para que los puedas ocupar Tu y mis hermanos.

En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso, humilde, paciente y bueno.

Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo. Asi sea.

(P. Ignacio Larrañaga)


LA FE DE MARÍA


¿Qué hubiese pasado
Si Ella hubiese dicho que no
O ignorado o dilatado
El anuncio de tu ángel de amor?

En cambio, creyó en tu palabra
Y se hizo tu esclava
En un acto perfecto y de fe
Y hoy quiero ser como ella
Y amarte aunque duelan
Las espinas y el camino de la cruz

Dame la fe, Señor (dame la fe, Señor)
La fe de María
Para decirte sí
Un sí sin medidas
Dame la fe, Señor (dame la fe, Señor)
La fe de María
Para renunciar a mí (para renunciar a mí)
Y entregarte mi vida
¡Mi vida!

Aunque traspasaron
Con una espada su corazón
Y su alma lloró el dolor de tus heridas
A los pies del madero se quedó.

Y hoy Ella es nuestra Reina y Señora
Y Tú nos incorporas
A tu eterna familia de amor
Y yo en tu amor quiero permanecer
Postrado a tus pies
Es lo único que un día llevaré (dame la fe)

Dame la fe, Señor (dame la fe, Señor)
La fe de María
Para decirte sí, ¡oh, sí!
Un sí sin medidas
Dame, dame, dame la fe, Señor (dame la fe, Señor)
La fe de María
Para renunciar a mí, a mí
Y entregarte mi vida
¡Oh!, mi vida

(Canción de Son by Four)

JESÚS, PELÍCANO BUENO

 


Desde muy antiguo, la iconografía cristiana ha representado a Jesús con la imagen de un pelícano. Su significado simbólico radica en que esta ave, en tiempos de escasez, cuando sus polluelos están muy hambrientos, en lugar de dejarlos morir de hambre, los nutre con la carne y sangre que saca de su pecho con su propio pico. Tan admirable comportamiento condujo a relacionar a esa ave con Jesucristo, quien ofrece su propio cuerpo y sangre en la eucaristía para alimentarnos. Esta comparación también está presente en algunos himnos tradicionales, como el Adoro te devote, de nuestro hermano dominico santo Tomás de Aquino, el cual dice en una de sus estrofas «Señor Jesús, Pelícano bueno, límpiame a mí, inmundo, con tu sangre»; así como en muchos padres de la Iglesia, interpretando el salmo 102,7, incluso en esculturas y textos literarios como la Divina comedia, de Dante Alighieri.

Ciertamente, este es un acto auténtico de amor: él mismo nos da de comer de su carne y de su sangre. Esta solemnidad del Corpus Christi podría verse como un duplicado del Jueves Santo; sin embargo, las lecturas de este ciclo A tienen un matiz diferente: está relacionada directamente con la comunidad y la caridad. La eucaristía es un alimento saludable que nos hace sentirnos hermanos, comunidad, asamblea eclesial, miembros del cuerpo místico de Cristo: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10,17).

Hay que amar con la mente y el corazón, con todo nuestro ser.

Pero no es un alimento cualquiera: «Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron. El que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6,58). Así lo anunció Jesús en el discurso eucarístico sobre el pan de vida, en la sinagoga de Cafarnaún «al día siguiente» de la multiplicación de los panes. La eucaristía, como misterio profundo de amor, es el centro de toda la vida y liturgia cristiana, es la máxima expresión de fe de la comunidad donde Cristo se hace presente, es decir, de la forma como el cristiano quiere vivir el misterio de Cristo en profundidad. Estos son los principios teológicos muy bien especificados, pero ¿es también la realidad que vivimos en nuestra comunidad?

Jesús, el Pelícano bueno, se entregó con y por amor, para y por nosotros. La vivencia eucarística  es imposible sin una comunión fraterna de amor. No puede concebirse una comunidad dividida y enfrentada en desunión total. Puede haber en la asamblea pobres y ricos, de diferentes ideologías, razas y naciones; pero todos en igualdad y amor de hermanos. Y esto, ¿realmente lo hacemos vida? El amor a Dios y el amor al prójimo deben estar intrínsecamente unidos.

La eucaristía es misterio de comunión con Dios, pues «comemos» a Cristo no para masticar su cuerpo, sino para asumir su espíritu, para llenarnos de su vida, comprometernos e identificarnos con él. Pero también es comunión con nuestro prójimo, pues se comulga para ir haciendo comunidad, para acercarnos más unos a otros. Si comulgamos el mismo pan, si recibimos la misma savia, si pertenecemos a la misma vid, si formamos parte del mismo Cuerpo, es para vivir en concordia, en amor fraternal, en encuentro mutuo, y no para desconocernos, enfrentarnos o vivir egoístamente.

Comemos del mismo pan para servir, uniéndonos a Jesús, el gran servidor. Para compartir los panes, para cuidar o acompañar a los enfermos, para trabajar y luchar por la justicia, para «simplemente» quedarnos en casa como lo hicimos ante la pandemia amenazadora y desconcertante que vivimos y cuyas secuelas sufrimos, «guardarnos» por el bien de nuestros hermanos. Esta es la dimensión operativa del amor. Hay que amar con la mente y el corazón, con todo nuestro ser. Si después de comulgar seguimos siendo insolidarios, si solo seguimos preocupados por nuestros problemas e intereses, si no vemos al hermano necesitado, entonces, tendremos que preguntarnos para qué sirve nuestra comunión. Como expresó san Justino en el siglo II: «La eucaristía es el momento en que los cristianos comparten, cada uno lo que tiene, con aquellos que lo necesitan». Como una entrega y acto de amor.

Que a ejemplo del Pelícano bueno, contemplando ese gran misterio de amor, y que al comer su cuerpo y al beber su sangre, aparezca en nosotros una motivación sincera para velar por los demás, para vivir, en un amor fraternal, como hermanos y amigos que se encuentran para compartir la vida.

Fr. Rodolfo Méndez
Convento de Santo Domingo, Ciudad Guatemala




SOBRE LOS GRADOS DE LA CONTEMPLACIÓN

 


Vigilemos en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos. Apoyados y afianzados en esta forma, veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.
Amadísimos hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos a menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano de Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.
Una vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas consideraciones, ya no nos ocupamos con amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.
Y, ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. Por eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma, hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más mínimo de la voluntad divina.
Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo.
En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: Que la propia consideración ponga inquietud y tristeza en nuestra alma, para conducirnos a la salvación, y que nos hallemos como en nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.
(San Bernardo de Claraval)

NO TENGÁIS MIEDO, ABRID LAS PUERTAS A CRISTO, San Juan Pablo II, papa

 


¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!
¡Pedro vino a Roma! ¿Qué fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.
Según una antigua tradición durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.
El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero -como se le consideraba-, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo -Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey- continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.
La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad.
El nuevo Sucesor de Pedro en la Sede de Roma eleva hoy una oración fervorosa, humilde y confiada: ¡Oh Cristo! ¡Haz que yo me convierta en servidor, y lo sea, de tu única potestad! ¡Servidor de tu dulce potestad! ¡Servidor de tu potestad que no conoce ocaso! ¡Haz que yo sea un siervo! Más aún, siervo de tus siervos.
¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo Él lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, -os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza- permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!
De la Homilía de san Juan Pablo II, papa, en el inicio de su pontificado (22 de octubre 1978: AAS 70 [1978] 945-947)

𝐄𝐋 𝐌𝐈𝐋𝐀𝐆𝐑𝐎 𝐄𝐔𝐂𝐀𝐑Ɩ́𝐒𝐓𝐈𝐂𝐎 𝐃𝐄 "𝐄𝐋 𝐂𝐄𝐁𝐑𝐄𝐑𝐎" (𝐎 𝐂𝐄𝐁𝐑𝐄𝐈𝐑𝐎)

 


En un día de invierno del año 1300 en el que nevaba abundantemente, un vecino de la localidad de Barxamaior, llamado Juan Santín, labriego, se dirigió hacia el Monasterio de Cebreiro, que se encuentra en Lugo (Galicia, España) para oir misa, sin importarle el tiempo tan adverso que hacía y el difícil camino de subida. Por fin llega al templo, cansado y empapado, sin apenas aliento.
Un sacerdote benedictino que no esperaba que en un día tan desapacible, con tanta nieve y viento fuera alguien a Misa, menosprecia el sacrificio del campesino y le dice que una Misa no merece tanto esfuerzo. La falta de fe, caridad y tacto del monje no obtiene respuesta alguna por parte del labriego.
Comienza la Santa Misa. Cuando llega el momento de la Consagración, el sacerdote percibe cómo la Hostia se convierte en carne sensible a la vista, y el cáliz con el vino en sangre, que hierve y tiñe los corporales. El sacerdote, sorprendido, cae en la cuenta de su falta de fe y exclama al estilo de Santo Tomás: “¡Señor mío y Dios mío”.
Jesús quiso premiar de esta forma el enorme esfuerzo del labriego, al mismo tiempo que afianzar no sólo la fe de aquel sacerdote, sino la de todos los hombres. La noticia del milagro se propagó por todas partes propiciando así una gran devoción a Cristo en la Eucaristía: Cristo está vivo, resucitado, Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.
(Apostolado de la Santa Misa diaria)




CREDO DEL DOLOR


A las almas adoloridas, que cargan pesos insufribles, a quienes sus cruces pareciera aplastar sin remedio, el recuerdo del valor pleno de sentido del dolor otorga al sufrimiento una trascendencia del que están privados los paganos. 

CREO que otorgó Dios el dolor al hombre con designios de amor y de misericordia.


CREO que Cristo Nuestro Señor ha transformado, santificado y casi divinizado el dolor.


CREO que el dolor es para el alma el gran cooperador de la redención y la santificación.


CREO que el dolor es fecundo tanto, y aún más, a veces, que nuestras

palabras y obras; y más poderosas han sido para nosotros y más eficaces a los ojos de su Padre, las horas de la Pasión de Cristo que los años de su predicación y de su apostolado en la tierra.


CREO que entre las almas, las de este mundo, las que expían (en el

purgatorio) y las que ya han alcanzado la verdadera vida, circula inmensa y no interrumpida corriente, hecha de sufrimientos, de los merecimientos del amor de esas almas; creo que nuestros más íntimos dolores, nuestros más fáciles esfuerzos pueden, por la intervención divina, alcanzar hasta las almas más queridas, próximas o lejanas e influir en ellas llevándoles luz, paz y santidad.


CREO que en la eternidad hallaremos a aquellos que han soportado y abrazado la Cruz y que sus sufrimientos y los nuestros irán a perderse en el infinito amor divino y en las alegrías de la definitiva unión con Dios.


CREO que Dios es amor y que, en sus manos, el dolor no es más que un medio de que se vale su amor para transformarnos y salvarnos.


CREO en la comunión de los Santos, la resurrección de la carne y la vida perdurable.


Amén.



SOY TRIGO DE DIOS Y HE DE SER MOLIDO POR LOS DIENTES DE LAS FIERAS

 



Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios.
De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.
El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.
No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.
(San Ignacio de Antioquía)

TERESA DE JESÚS, ANDARIEGA DE DIOS

 


No pongo en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino, otras con hartos males y calenturas; porque, gloria a Dios, de ordinario es tener yo poca salud, sino que veía claro que nuestro Señor me daba esfuerzo; porque me acaecía algunas veces, que se trataba de fundación, hallarme con tantos males y dolores, que yo me congojaba mucho, porque me parecía que aun para estar en la celda sin acostarme no estaba, y tornarme a nuestro Señor, quejándome a su Majestad, y diciéndole que cómo quería hiciese lo que no podía, y después, aunque con trabajo, su Majestad daba fuerzas, y con el hervor que me ponía y el cuidado parece que me olvidaba de mí. 

 A lo que ahora me acuerdo, nunca dejé fundación por miedo del trabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran contradicción; mas en comenzándolos a andar, me parecía poco, viendo en servicio de quien se hacía y considerando que en aquella casa se había de alabar el Señor y haber Santísimo Sacramento. Esto es particular consuelo para mí, ver una iglesia más, cuando me acuerdo de las muchas que quitan los luteranos. No sé qué trabajos, por grandes que fuesen, se habían de temer a trueco de tan gran bien para la cristiandad; que, aunque muchos no lo advertimos, estar Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está en el Santísimo Sacramento en muchas partes, gran consuelo nos había de ser. 

 También algunas veces me daban contento las grandes contradicciones y dichos que en este andar a fundar ha habido, con buena intención unos, otros por otros fines. Mas tan gran alegría como de esto sentí, no me acuerdo, por trabajo que me venga, haberla sentido. Que yo confieso que en otro tiempo, cualquiera cosa de las tres que me vinieron juntas fuera harto trabajo para mí. Creo fue mi gozo principal parecerme que, pues las criaturas me pagaban así, que tenía contento al Criador. Porque tengo entendido que el que le tomare por cosas de la tierra o dichos de alabanzas de los hombres, está muy engañado, dejado de la poca ganancia que en esto hay; una cosa les parece hoy, otra mañana; de lo que una dicen bien, presto tornan a decir mal. 

Bendito seáis vos, Dios y Señor mío, que sois inmutable por siempre jamás, amén. Quien os sirviere hasta la fin, vivirá sin fin en vuestra eternidad.

Del libro de las Fundaciones de santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia. 



𝐄𝐍 𝐋𝐀 𝐏𝐄𝐑𝐒𝐄𝐂𝐔𝐂𝐈𝐎́𝐍 𝐒𝐄 𝐈𝐍𝐅𝐋𝐈𝐆𝐄 𝐋𝐀 𝐌𝐔𝐄𝐑𝐓𝐄, 𝐏𝐄𝐑𝐎 𝐒𝐈𝐆𝐔𝐄 𝐋𝐀 𝐈𝐍𝐌𝐎𝐑𝐓𝐀𝐋𝐈𝐃𝐀𝐃

 


Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá ¿Quién, por tanto, no pondrá por obra todos los remedios a su alcance para llegar a una gloria tan grande, para convertirse en amigo de Dios para tener parte al momento en el gozo de Cristo, para recibir la recompensa divina después de los tormentos y suplicios terrenos?
Si los soldados de este mundo consideran un honor volver victoriosos a su patria después de haber vencido al enemigo, un honor mucho más grande y valioso es volver triunfante al paraíso después de haber vencido al demonio y llevar consigo los trofeos de victoria a aquel mismo lugar de donde fue expulsado Adán por su pecado -arrastrando en el cortejo triunfal al mismo que antes lo había engañado-, ofrecer al Señor, como un presente de gran valor a sus ojos, la fe inconmovible, la incolumidad de la fuerza del espíritu, la alabanza manifiesta de la propia entrega, acompañarlo cuando comience a venir para tomar venganza de sus enemigos, estar a su lado cuando comience a juzgar, convertirse en heredero junto con Cristo, ser equiparado a los ángeles, alegrarse con los patriarcas, los apóstoles y los profetas por la posesión del reino celestial. ¿Qué persecución podrá vencer estos pensamientos, o qué tormentos superarlos?
La mente que se apoya en santas meditaciones persevera firme y segura y se mantiene inconmovible frente a todos los terrores diabólicos y amenazas del mundo, ya que se halla fortalecida por una fe cierta y sólida en el premio futuro. En la persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo; amenaza el anticristo, pero protege Cristo; se inflige la muerte, pero sigue la inmortalidad. ¡Qué gran dignidad y seguridad, salir contento de este mundo, salir glorioso en medio de la aflicción y la angustia, cerrar en un momento estos ojos con los que vemos a los hombres y el mundo para volverlos a abrir en seguida y contemplar a Dios y a Cristo! ¡Cuán rápidamente se recorre este feliz camino! Se te arranca repentinamente de a tierra, para colocarte en el reino celestial.
Estas consideraciones son las que deben impregnar nuestra mente, esto es lo que hay que meditar día y noche. Si la persecución encuentra así preparado al soldado de Dios, su fuerza, dispuesta a la lucha, no podrá ser vencida. Y aun en el caso de que llegue antes la llamada de Dios, no quedará sin premio una fe que estaba dispuesta al martirio; sin pérdida de tiempo, Dios, que es el juez, dará la recompensa; porque en tiempo de persecución se premia el combate, en tiempo de paz la buena conciencia.
(San Cipriano, obispo y mártir)

CRISTO RECONCILIÓ EL MUNDO CON DIOS POR SU PROPIA SANGRE

 


Cristo, que reconcilió el mundo con Dios, personalmente no tuvo necesidad de reconciliación. Él, que no tuvo ni sombra de pecado, no podía expiar pecados propios. Y así, cuando le pidieron los judíos la didracma del tributo que, según la ley, se tenía que pagar por el pecado, preguntó a Pedro: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?» Contestó: «A los extraños.» Jesús le dijo: «Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti».

Dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar pecados propios; porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. Pues el Hijo libera, pero el esclavo está sujeto al pecado. Por tanto, goza de perfecta libertad y no tiene por qué dar ningún precio en rescate de sí mismo. En cambio, el precio de su sangre es más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás.

Pero aún hay más. No sólo Cristo no necesita rescate ni propiciación por el pecado, sino que esto mismo lo podemos decir de cualquier hombre, en cuanto que ninguno de ellos tiene que expiar por sí mismo, ya que Cristo es propiciación de todos los pecados, y él mismo es el rescate de todos los hombres.

¿Quién es capaz de redimirse con su propia sangre, después que Cristo ha derramado la suya por la redención de todos? ¿Qué sangre puede compararse con la de Cristo? ¿O hay algún ser humano que pueda dar una satisfacción mayor que la que personalmente ofreció Cristo, el único que puede reconciliar el mundo con Dios por su propia sangre? ¿Hay alguna víctima más excelente? ¿Hay algún sacrificio de más valor? ¿Hay algún abogado más eficaz que el mismo que se ha hecho propiciación por nuestros pecados y dio su vida por nuestro rescate?

No hace falta, pues, propiciación o rescate para cada uno, porque el precio de todos es la sangre de Cristo. Con ella nos redimió nuestro Señor Jesucristo, el único que de hecho nos reconcilió con el Padre. Y llevó una vida trabajosa hasta el fin, porque tomó sobre sí nuestros trabajos. Y así decía: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.

San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia

Del Comentario sobre los salmos (Comentario sobre el Salmo 48, nn. 14-15: CSEL 64, 368-370) (del lecc. par-impar)


VOLVED A MÍ, DICE EL SEÑOR

 


Nosotros, amadísimos hermanos, que somos filósofos no de palabra sino con los hechos, que a la apariencia preferimos la verdad de la sabiduría, que hemos conocido el profundo sentido de la virtud más que su ostentación, que no hablamos de cosas sublimes sino que las vivimos, cual siervos y adoradores de Dios, debemos dar pruebas, mediante obsequios espirituales, de la paciencia que hemos aprendido del magisterio celestial.

Porque esta virtud nos es común con Dios. De aquí arranca la paciencia, de aquí toma su origen, su esplendor y su dignidad. El origen y la grandeza de la paciencia tiene a Dios por autor. Digna cosa de ser amada por el hombre es la que tiene gran precio para Dios: la majestad divina recomienda el bien que ella misma ama. Si Dios es nuestro Señor y nuestro Padre, imitemos la paciencia a la vez del Señor y del Padre, pues es bueno que los siervos sean obsequiosos y que los hijos no sean degenerados.

Cuál y cuán grande no será la paciencia de Dios que, soportando con infinita tolerancia los templos profanos, los ídolos terrenos y los santuarios sacrílegos erigidos por los hombres como un ultraje a su majestad y a su honor, hace nacer el día y brillar la luz del sol lo mismo sobre los buenos que sobre los malos, y, cuando con la lluvia empapa la tierra, nadie queda excluido de sus beneficios, sino que manda indistintamente las lluvias lo mismo sobre los justos que sobre los injustos.

Y aun cuando es provocado por frecuentes o, mejor, continuas ofensas, refrena su indignación y espera pacientemente el día de la retribución establecido de una vez para siempre; y estando en su mano el vengarse, prefiere escudarse largo tiempo en la paciencia, aguantando benignamente y dando largas, en la eventualidad de que la malicia, largamente prolongada, acabe finalmente cambiando, y el hombre, después de haber sido el juguete del error y del crimen, si bien tarde, se convierta al Señor, escuchando la admonición del Señor que dice: No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva. Y de nuevo: Volved a mí, dice el Señor, volved al Señor, vuestro Dios, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas.

San Cipriano, obispo y mártir
Del Tratado sobre los bienes de la paciencia (Tratado 3-4: CSEL 3, 398-399) (del lecc. par-impar)

ANÉCDOTAS DEL SANTO CURA DE ARS (SAN JUAN MARÍA VIANNEY)

 



 YO LO MIRO Y ÉL ME MIRA 
El santo cura de Ars veía muchas veces en su Iglesia a un campesino, que se llevaba unos días consigo sus herramientas, su pala. Advir­tió el cura que ese hombre nunca utilizaba ni libros de rezos, ni rosario, y que se conten­ta­ba con mirar, frente a sí, el tabernáculo. Un buen día le preguntó el sacerdote: «Mi querido amigo, dígame, ¿Qué oración reza usted cuando está en la Iglesia?» «¡Oh, Señor cura! – Respondió el campesino – «son muchas las veces que no puedo rezar. Entonces simplemente yo lo miro y Él me mira». Compren­dió el santo cura lo que quería decir aquel hombre. ¡Ojalá tengamos o alcance­mos algo de esta oración de este humilde campesino!

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Portarse como los muertos

El Santo Cura de Ars contaba la siguiente anécdota:

“Un santo dijo un día a uno de sus religiosos:

-    Ve al cementerio e injuria a los muertos.

El religioso obedeció, y al volver el santo le preguntó:

-    ¿Qué han contestado?
-    Nada.
-    Pues bien, vuelve y haz de ellos grandes elogios.

El religioso obedeció de nuevo.

-    ¿Qué han dicho esta vez?
-    Nada tampoco.
-    ¡Ea!, replicó el santo, tanto si te injurian, como si te alaban, pórtate como los muertos.

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Un día de 1855, la señorita Bossan le pidió al padre Vianney que la bendijera, porque se iba a casar. 
En lugar de bendecirla, el santo se echó a llorar y le dijo: - Oh, hija mía, qué desgraciada será usted. - Entonces, ¿qué puedo hacer? - Entre en el convento de la Visitación. 
Así lo hizo con el nombre de María Amada y murió como maestra de novicias el 13 de agosto de 1880 con 49 años.

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En una ocasión, el diablo le dijo por medio de un poseso: Tú me haces sufrir. Si hubiera tres como tú en la tierra, mi reino sería destruido. Tú me has quitado más de 80.000 almas

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Mucha gente consideraba al padre Vianney como un santo y quería tener alguna reliquia suya. Por eso, le robaban los objetos más diversos, desde las velas del altar hasta cosas personales. Cuando se cortaba el cabello, tenía mucho cuidado en quemarlos para evitar que el barbero pudiera regalarlos. En una ocasión, le cortaron hasta trozos de su sotana. Viendo este afán por obtener recuerdos suyos como reliquias a toda costa, dijo un día con buen humor: Yo creía que convertía pecadores y resulta que fabrico ladrones

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Con frecuencia, algunos de sus colaboradores le decían: Señor cura, usted estará muy cansado de tanto confesar, y él respondía sonriendo: “Ya tendré tiempo de descansar en el cementerio”

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Sebastián Germain era muy conocido del santo cura y le había ayudado a misa muchas veces de niño. Un día de julio de 1859, fue a visitarlo y lo encontró en la plaza rezando el rosario. El padre Vianney, antes de que le explicase el motivo de su visita, le dijo: - Toma cuatro rosarios para tus hijos. - Pero señor cura, yo solo tengo tres hijos. - El cuarto será para tu hija. Al año siguiente, nacía la pequeña María que llenó de alegría el hogar.

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Después de haber celebrado la fiesta del Corpus Christi, les decía en el sermón: Hoy nuestro Señor se ha paseado (en procesión) por la parroquia para bendecirlos. Cuando pasen por esos caminos por donde Él ha pasado, digan: Nuestro Señor ha estado aquí. ¡Qué reconocimiento deberíamos tener, pensando 304 Lassagne, Memoria 3, p. 77. 305 Monnin, tomo 2, p. 525. 306 Esprit, p. 96. 102 en esta felicidad! Cuando Él pensó en darnos un alimento para nuestra alma, echó una mirada sobre las cosas creadas y no encontró nada apropiado para saciar el alma. Entonces, decidió darse a sí mismo en alimento del alma. El alimento es su cuerpo, sangre, alma y divinidad
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Un sacerdote le preguntó: Dígame cuál es su secreto para tener dinero. Yo tengo necesidad para mi iglesia. Le respondió: Mi secreto es darlo todo. Délo todo y tendrá dinero.

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Después de un sermón, alguien le preguntó: Señor cura, ¿por qué, cuando usted reza casi no se le entiende y, cuando predica, usted habla tan fuerte? Porque, cuando predico, hablo a sordos, a gente que duerme, mientras que, cuando rezo, hablo con el buen Dios que no está sordo

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Cuando en 1843 estuvo gravemente enfermo y a punto de morir, el doctor Saunier pidió a tres médicos más que vinieran para ver qué podían hacer. El santo, al ver a los cuatro médicos reunidos junto a su cama, sin perder el sentido del humor, dijo: - Estoy sosteniendo en este momento un gran combate. - ¿Contra quien, señor cura? - Contra cuatro médicos. Si llega otro, me doy por muerto

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En una oportunidad, en medio de la multitud, un hombre se permitió llamarle con palabras poco cultas. El santo cura le preguntó: - ¿Quién es usted, amigo mío? - Soy protestante. - ¡Oh, mi pobre amigo! Usted es pobre, muy pobre, los protestantes ni siquiera tienen un santo cuyo nombre puedan dar a sus hijos. Se ven obligados a pedir nombres prestados a la iglesia católica

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Vuestro marido se ha salvado

En una ocasión, al entrar en la iglesia parroquial, vio a una mujer llorando. Se dirigió a ella e iluminado por Dios, le dijo: Vuestra oración, señora, ha sido oída. Vuestro marido se ha salvado. La mujer no salía de su asombro ante esas palabras, porque su marido no había sido practicante de la religión y su muerte fue repentina. El Cura de Ars añadió: Acordaos de que un mes antes de morir, cogió de su jardín la rosa más bella y os dijo: “Llévala a la imagen de la Virgen Santísima…” Ella no lo ha olvidado.



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Un rico protestante tuvo un diálogo con el santo. Al final, le regaló una medalla de la Virgen. El protestante le dijo: Usted da una medalla a un herético, pues para usted yo soy un herético, pero yo confío en Cristo que dijo: “El que cree en mí, tendrá la vida eterna”. Y le respondió: “Amigo mío, también Jesús ha dicho: El que no escucha a la Iglesia, sea considerado como un pagano (Mt 18, 17). Él dice que hay un solo rebaño y un solo pastor. Él ha puesto a Pedro como jefe de su rebaño. No hay dos maneras buenas de servir a Nuestro Señor. Sólo hay una que es servirle como Él quiere ser servido”

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Llegó a Ars una señora enlutada, pues acababa de perder a su esposo que se había suicidado, y temía por su salvación. Al pasar el santo cura delante de ella para ir de la iglesia a la casa parroquial, se detuvo y le dijo: Se ha salvado. Está en el purgatorio y hay que rezar por él. Entre el parapeto del puente y el agua pudo hacer un acto de arrepentimiento. Acuérdese que en el mes de mayo su esposo, aunque incrédulo, se unía a sus oraciones en honor de la Virgen María. Esto le mereció la gracia del arrepentimiento final

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El padre Denis Chaland asegura: Yo tenía unos 21 ó 22 años y fui a confesarme con el padre Vianney. Me hizo entrar en su habitación y me arrodillé. Hacia la mitad de la confesión, hubo un temblor general en la habitación. Sentí miedo y me levanté. Pero él me tomó del brazo y me dijo: “No tengas miedo, es el demonio”. Mi emoción fue muy fuerte



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Otra vez, una empleada de la familia Cinier fue a confesarse y se calló algo grave. Él le dijo: ¿Y aquello, por qué no lo dices? Ella pensó: ¿cómo lo sabe? Y él, como respondiéndole, exclamó: Tu ángel de la guarda me lo ha contado

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Dios le hizo conocer que uno de sus amigos difuntos estaba en el purgatorio. Cuando estaba en el momento de la consagración, tomó la hostia entre sus dedos y dijo: Padre santo y eterno, hagamos un cambio. Tú tienes el alma de mi amigo en el purgatorio y yo tengo el cuerpo de tu Hijo entre mis manos. Libera a mi amigo y yo te ofrezco vuestro Hijo con todos los méritos de su Pasión. Y, al momento de la elevación, vio el alma de su amigo rebosante de alegría subir al cielo. Por eso, solía decir: Cuando queramos obtener algo del buen Dios, ofrezcamos a su Hijo con todos sus méritos y no nos podrá rehusar nada

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Instituyó la Cofradía del Santísimo sacramento y un buen número de hombres se anotaron. Los jefes de las principales familias dieron ejemplo. Y él decía: Los hombres tienen un alma que salvar al igual que las mujeres. Ellos son los primeros en todo. ¿Por qué no pueden ser también los primeros en servir a Dios y rendirle homenaje a Jesucristo en el sacramento del amor?

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