EL AMOR DE LAS CINCO LLAGAS ( R. P. A. TESNIERE de la Congregación del Santísimo Sacramento.)

 


Él ha sido sacrificado porque lo ha querido, como el Cordero entre las manos de aquel que le sacrifica. Él ha sido sacrificado y no ha abierto la boca para quejarse. Conocemos el hecho de las Cinco Llagas. Es necesario contemplar su amor para  alimentar en nuestra alma los sentimientos de gratitud que reclama este admirable y dulcísimo misterio. 

 ¿Quién podrá comprender vuestro amor cuando os dejasteis traspasar las manos, los pies y el costado ? Fue el amor quien os hizo aceptar ese suplicio. En verdad que ellos os tenían sujeto, que os habían amarrado con cuerdas; ellos eran el número, ellos eran la fuerza; pero si Vos no lo hubieseis querido positivamente, ¿hubieran podido teneros un solo instante? Vos os entregabais aunque ellos no quisieran aprehenderos. Fue vuestro amor quien os encadenaba. Él quien mantenía en la inacción las legiones impacientes de vuestros ángeles, dispuestos a vengaros; él quien contenía vuestro poder, vuestra majestad, vuestra santidad y que reducía todos los derechos de vuestra divinidad a sufrir hasta el fin tan odiosos tratamientos. Cada uno de los malos tratamientos de vuestros verdugos lo queríais y aceptabais libremente y por amor; a cada golpe del martillo respondíais por un nuevo latido de vuestro Corazón que gritaba: ¡Amor, más amor! Y el sufrimiento de cada músculo roto, de cada nervio reventado, de cada gota de sangre que corría, le habíais previsto distintamente, aceptado individualmente, y le acompañabais del silencioso cántico de amor que cantabais dentro de vuestro Corazón a vuestro Padre y de las palabras secretas de perdón que derramabais sobre nosotros. 



Golpead, verdugos, herid, desgarrad; bajo vuestra opresión, esta masa enrojecida arroja sin cesar torrentes de amor más puro, más ardiente y más dulce. Abrid esas manos que han trabajado tanto, esos cansados pies, y mostradnos el amor que les sostenía y les conducía, que hacía esas manos tan benéficas, esos pies tan bellos y tan presurosos en correr al socorro de todas las miserias. Abrid, abrid sobre todo su pecho, y que veamos descubierto ese Corazón que animaba aquella vida, dedicada por completo a hacer el bien, el foco de tantas palabras de luz y de vida, la fuente de tanto amor y de tanta ternura, el centro de tantas virtudes humildes y sublimes, fuertes y dulces, tan humanas y a la vez tan divinas.

 Vuestras Llagas, oh Jesús, son la grande lección del amor que sufre por los que ama, la lección de la paciencia en el sufrimiento. Su vista es quien ha sostenido a los mártires en los suplicios. Sólo su vista puede dar la paciencia sobre natural en ese otro martirio, al cual estamos expuestos todos, de las heridas, de las debilidades, de las enfermedades," con su cortejo necesario de dolorosas operaciones y de inclinaciones aun más dolorosas, de remedios insoportables y de humillantes sujeciones. Yo sufro cruelmente: mis nervios están excitados violentamente; las crisis agudas se suceden y se prolongan; mi llaga está envene nada; yo me siento roer por estas úlceras; un fuego interior me consume, la fiebre me devora. ¡ Cuán largos son mis días y cuánto más largas son mis noches! Muchos años ha que estoy en este tormento; ¿cuánto tiempo durará todavía? Meses, años tal vez, siempre quizás. ¡ Oh martirio! ¡ Oh misterio cruel! Sufrir, siempre sufrir! Este es un infierno. ¿Qué he hecho yo para esto? ¿Lo he merecido más que otros ? Á estas terribles cuestiones que mi razón no puede resolver; a estas quejas que nada en el mundo puede apaciguar, ¡ah! bendito y mil veces bendito seáis por haber dado la respuesta sufriendo primero por amor hacia mí, oh Jesús. Vos no merecisteis esos sufrimientos. Vos podíais satisfacer la justicia de vuestro Padre por mil otros medios que sabe vuestra sabiduría infinita; pero Vos pensabais en mí; Vos sabíais que yo sufriría y que debía padecer la tortura del hierro y del fuego en mis miembros y quisisteis darme ejemplo y valor. 


Heroico Jesús, de un solo golpe Vos habéis sufrido más que cualquiera criatura humana, y habéis tenido más dolor que el que todas juntas pudieran tener. Las manos y los pies perforados, atravesados por gruesos clavos a fuerza de martillo, después de que los azotes han herido vuestras espaldas y descubierto vuestras costillas; después que la corona, clavando sus dardos en vuestra cabeza y en vuestra frente, ha herido tan profundamente ese centro de toda sensación, destrozándola de dolor! ¡Oh Jesús! ¡Oh Jesús! ¡Y todo esto única mente por mí! ¡Y en un cuerpo tan delicado, tan sensible! ¡en un organismo tan perfecto! ¡Y todo esto sin tregua, sin alivio, sin que una sola gota de agua haya refrescado vuestros labios, ni una sola gota de aceite mitigado el fuego de vuestras Llagas, ni una sola gota de vino fortificado vuestras carnes; sin que un solo lienzo ó una sola venda haya ceñido esas Llagas y contenido esa sangre y sujetado esas carnes destrozadas. 



¡Ah, si se unen conmigo, de todos los tiempos y todos los lugares, los mutilados, los heridos, los sentenciados! Aquellos a quienes el cáncer, la úlcera, la lepra ó la gangrena devora incurablemente, todos aquellos que están en el suplicio del sufrimiento corporal y ellos conmigo, debemos confesar que nuestras torturas no son comparables a las vuestras y que en la hora sola en que vuestros pies y vuestras manos fueron atravesados, habéis sufrido más que nosotros. ¡ Y todo lo padecisteis sin quejaros, sin enojaros ni contra el mal, ni contra los verdugos que os torturaban, ni contra vuestros amigos que os abandonaban! ¡Y era el amor quien os entregaba á ese suplicio, el amor quien os mantenía en él el amor quien cerraba vuestra boca á las quejas y derramaba en vuestro mirar aquella dulzura, aquella paz, aquel abandono! 


¡Gracias, gracias, oh Jesús! Yo tengo el secreto de mi sufrimiento, el remedio a mi impaciencia: tengo la respuesta a mi razón preocupada y á los gritos de mi naturaleza que sucumbe. ¡Que yo os vea, y basta! Si me quejo más, si lloro, si desfallezco, á lo menos que mi mano oprimiendo vuestra imagen, que mis labios besando vuestras Llagas, que mis ojos fijos en Vos os digan que yo acepto todo por Vos y que mi amor pronuncia el sí que triunfa de mí mismo y del dolor y que á pesar de todo, os amo. Mas estos surcos en las manos y en los pies de Jesús son demasiado profundos para no ser más que los caracteres grabados de esta grande lección de la paciencia en el sufrimiento. Verdugos, ¿qué hacéis, pues? ó mejor dicho, amor que los obliga a hacer ciegamente tu obra, ¿en qué los empleas ya? Y el amor ha dicho: Atravesad, herid, abrid más. Yo quiero que estas Llagas sean un santuario y una fortaleza, un asilo y un refugio, un retiro y una morada, un puesto y un abrigo. Yo quiero que entren allí, que habiten allí, que estén allí cómodamente, que se abriguen allí y que puedan ocultarse y desaparecer enteramente. Venid a mí todos los que sufrís, que estáis apenados, alarmados, tentados, acusados, engañados, traicionados, calumniados, desconocidos, despreciados, vacilantes, amenazados, perseguidos, abandonados, agobiados, atemorizados, desesperados; vosotros, cuyos ojos lloran, cuyo corazón sufre, cuyo espíritu está sumergido en las tinieblas, cuya alma está bañada en la amargura, y la vida rota para siempre; vosotros los que no veis por todas partes más que espantosas tempestades, ó un silencio aun más desolador; quienes quiera que seáis, cual quiera que sea vuestro dolor y su duración y su causa; que lo hayáis merecido por vuestros pecados ó que sólo sea una prueba, venid á mí. No desesperéis, no os condenéis; cesad de descender hacia el abismo; ó si el abismo os llama inexorablemente, arrojaos en el abismo de mis Llagas y de mi Corazón! mi Corazón os está abierto. Yo os espero allí con las manos abiertas llenas de bálsamos saludables. ¡Yo los verteré sobre vuestros dolores, con una atención y una delicadeza y una paciencia que la mejor de las madres ignora para su hijo, ni el más caritativo de los médicos para su enfermo de predilección! 



 ¡Oh palabra de vida, de paz, de esperanza y de salud para mi pobre alma culpable y desgraciada! Pero ¿donde estáis, Jesús? ¿Acaso me esperáis en el Calvario de Jerusalén? ¿Acaso en el cielo deberé buscar vuestras Llagas para refugiarme en ellas? ¡Oh Jesús! ¡Nosotros estamos muy lejos del Calvario y mucho más lejos del cielo todavía! ¿No podremos encontrar vuestras Llagas en el mismo lugar de nuestros sufrimientos, y a nuestro lado, cerca de nosotros? Y si solamente el Crucifijo bendito me ofrece el ejemplo, y la gracia, y el refugio de vuestras Llagas, oh Jesús, aun ese Crucifijo no es más que una imagen y un recuerdo; necesito más: vuestras Llagas con la Sangre, con el amor, vuestras Llagas con Vos mismo, Vos que habéis sufrido y que me habéis amado! Y el amor ha prevenido este deseo y satisfecho esta necesidad de mi Corazón! En la Hostia, bajo el velo Sacramental, el Salvador guarda en sus manos, en sus pies y en su costado las llagas de su Pasión; ellas permanecen abiertas y continúan destilando su bálsamo compuesto de la sangre, del sufrimiento y del amor de Jesús, y ellas nos lo aplican. Y estas Hostias están por todas partes; estas Hostias os siguen, os envuelven y os contienen, y son, en verdad, el Jesús que ha sufrido por vosotros, y es él mismo quien os presenta abiertos, hospitalarios y seguros esos refugios tan sagrados y dulces. Entrad en ellos por la comunión; penetraréis mucho más por la comunión en las llagas del Salvador que lo que penetraron los clavos y la lanza del centurión; entraréis en ellas más profundamente que Tomás. Besad en espíritu la entrada de estos saludables retiros; pegad vuestra boca a esas venas de una agua tan límpida y tan fresca; dejad esas fuentes puras correr sobre vosotros y cubriros; bañaos en esas aguas de vida; verted sobre vuestras llagas la esencia de esas rosas encarnadas; en fin, reposad y gustad en ellas cuán dulce es el Señor. Haced a menudo, haced todos los días esta consoladora experiencia; pero tened fe y confianza, y bendecid con los acentos de la verdadera gratitud á la Hostia de las Cinco Llagas, a la Hostia del sufrimiento, aceptada y deseada y llevada por amor, la Hostia en que el Salvador os da todas las gracias, todos los ejemplos, todas las virtudes de su sufrimiento; la Hostia que os rendirá la paciencia y la resignación, la fuerza y la esperanza, la Hostia que habrá sufrido vuestros propios dolores con vosotros, en vosotros y más que vosotros, uniendo a sus Llagas vuestras llagas, todas vuestras llagas, las de vuestros miembros y las de vuestra alma, para curarlas, santificarlas y hacerlas fecundas.


MANUAL DE LA ADORACIÓN DEL SANTISIMO SACRAMENTO POR EL R. P. A. TESNIERE de la Congregación del Santísimo Sacramento.



LAS TENTACIONES (Práctica de amor a Jesucristo, San Alfonso Mª de Ligorio)




A las almas amantes de Jesucristo no hay pena que así las aflija como las tentaciones; el resto de los males, aceptados resignadamente, las inclinan a unirse más y más a Dios; mas, cuando se ven tentadas a pecar y expuestas a separarse de Jesucristo, este tormento les es más amargo que todos los demás. 

 Por qué permite Dios las tentaciones.

 Adviértase aquí que, aun cuando las tentaciones que inducen al mal no provienen de Dios, sino del demonio o de nuestras malas inclinaciones: Dios no es tentador de cosa mala, sin embargo, el Señor permite a veces que sus más regaladas almas sean las más fuertemente tentadas. 

 Dios permite las tentaciones, primero, para que con ellas reconozcamos mejor nuestra debilidad y la necesidad que tenemos de su ayuda para no caer. Cuando el alma se ve favorecida de Dios con divinas consolaciones, se le hace que está valiente para desafiar todo asalto de los enemigos y para emprender cualquier obra en pro de la divina gloria. Pero cuando se halla bravamente tentada, al borde del precipicio y a pique de sucumbir, entonces reconoce mejor su flaqueza e impotencia para resistir si Dios no la ayudare. 

Esto puntualmente aconteció a San Pablo, que cuenta de sí mismo que el Señor permitió fuera tentado con tentaciones carnales para que no se envaneciese de las revelaciones con que el Señor le había favorecido.

Permite, en segundo lugar, Dios las tentaciones para que vivamos desprendidos de la tierra y deseemos más ardorosamente ir a verlo en el cielo. De aquí es que las almas buenas, al verse en esta vida combatidas noche y día por tantos enemigos, tienen tedio de la vida. Quisiera el alma volar hacia Dios, pero mientras viva en esta tierra se sentirá como ligada a ella y combatida de continuas tentaciones. Este lazo no se rompe sino con la muerte, por la que suspiran las almas amantes como por libertadora del peligro de perder a Dios. 

 En tercer lugar, permite Dios que seamos tentados para enriquecernos de méritos, como fue dicho a Tobías: Y puesto que eres acepto a Dios, necesario fue que la tentación te aquilatase ( (Tob., XII, 13). El alma no por estar tentada ha de temer hallarse en desgracia de Dios; al contrario, ha de esperar más aún que es muy amada de Él. Es engaño del demonio hacer creer a ciertos espíritus pusilánimes que las tentaciones son pecados que empañan al alma. No son los malos pensamientos los que nos hacen perder a Dios, sino los malos consentimientos. Por vehementes que sean las sugestiones del demonio, por vivos que sean los fantasmas impuros que asalten la imaginación, mientras no consintamos en ello, lejos de manchar el alma, la vuelven más pura, más fuerte y más acepta a Dios. 

Dice San Bernardo que cuantas veces vencemos las tentaciones, conquistamos una nueva corona. Se apareció un ángel a cierto monje cisterciense y le dio una corona, con orden de que se la llevase a otro monje y le dijera que la había merecido por la victoria que hacía poco había reportado sobre una tentación. Ni debe espantarnos que el mal pensamiento no se marche de la mente y siga atormentándonos; basta con que lo aborrezcamos y procuremos rechazarlo. Fiel es Dios, quien no permitirá que seáis tentados más de lo que podéis, dice San Pablo: "Fidelis autem Deus est qui non patietur vos tentari supra id quod potestis" (I Cor., X, 13). 


Por tanto, quien resiste a la tentación, lejos de perder, aprovechará. Por eso el Señor permite a menudo que las almas predilectas sean las más tentadas, para que hagan más acopio de méritos en esta vida y de gloria en el cielo. El agua estancada y muerta no tarda en corromperse. Así pasa con el alma que, entregada al ocio, sin tentaciones ni combates, se halla en peligro de perderse, ya complaciéndose en los propios méritos, ya pensando que ha llegado a la perfección; de esta suerte pierde el temor, se cuida bien poco de encomendarse a Dios y no trabaja por alcanzar la salvación eterna. Mas, cuando comienza a ser agitada de tentaciones y se ve en peligro de precipitarse en el abismo del pecado, recurre entonces a Dios, recurre a la divina Madre, renueva el propósito de morir antes de pecar, se humilla y se abandona en brazos de la divina misericordia, y así logra alcanzar más fortaleza y se une a Dios más estrechamente, como atestigua la experiencia. 

 No por eso hemos de desear tentaciones, sino que siempre hemos de rogar a Dios que nos libre de ellas, y en especial de aquellas en que habríamos de consentir, que esto quieren las palabras del Padre nuestro: No nos dejes caer en la tentación. Pero, cuando Dios permite que nos asalten, entonces, sin inquietarnos por feos y bajos que sean tales pensamientos, confiemos en Jesucristo y pidámosle su ayuda, que a buen seguro no nos faltará para resistir. 

Dice San Agustín: «Arrójate en sus brazos, desecha todo temor, que no se retirará para que caigas». Abandónate en manos de Dios sin temor alguno, porque, si Él te mete en el combate, no te dejará solo para que caigas en la lucha. 

 De los remedios contra las tentaciones.– 

Tratemos ya de los remedios para vencer las tentaciones. Muchos son los que señalan los maestros de la vida espiritual, pero el más necesario y seguro, del que voy a tratar, es el acudir prontamente a Dios con humildad y confianza, diciéndole: Pléguete, ¡oh Dios!, librarme; Señor, apresúrate a socorrerme (Ps., LXIX, 2). Ayudadme, Señor, y ayudadme presto. Sola esta oración bastará para hacernos triunfar de los asaltos de todos los demonios del infierno que se conjuren para combatirnos, porque Dios es infinitamente más poderoso que todos los demonios. Bien sabe Dios que no tenemos fuerza para hacer frente a las tentaciones de los poderes infernales; por eso dice el doctísimo cardenal Gotti que, cuando nos veamos combatidos y estemos a punto de sucumbir, Dios está obligado a prestarnos su ayuda para resistir, con tal de que se la pidamos. Y ¿cómo podríamos temer que Jesucristo no nos ayudara, después de tantas promesas hechas en este sentido en las Sagradas Escrituras? Venid a mí todos cuantos andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt., II, 28). E invócame en el día de la angustia; yo te libraré y tú me honrarás (Ps., XLI, 15). Entonces clamarás, y Yahveh te responderá; pedirás auxilio, y contestará: «¡Heme aquí!» (Is., LVIII, 9). ¿Quién le invocó y fue de Él despreciado? (Eccli., II, 12).


 Sobradamente lo atestigua la experiencia: quien acude a Dios en las tentaciones, no cae, y cae quien se olvida de acudir a Él, y especialmente en las tentaciones contra la pureza. En semejantes tentaciones de impurezas, e igual se puede decir en las tentaciones contra la fe, no se ha de luchar directamente con ellas, sino que hay que resistirlas con medios indirectos, ejercitándose en actos de amor a Dios o de dolor de los pecados y hasta distrayéndose con cualquier acción indiferente. 

Tan pronto como advirtamos que se presenta un pensamiento con visos de sospechoso, hemos de despacharlo al instante y darle, por decirlo así, con la puerta en rostro, negándole entrada en la mente, sin detenerse a descifrar lo que significa o pretenda. Tales malvadas sugestiones hay que sacudirlas luego, como se sacuden las chispas que pueden caer en la ropa. Cuando la tentación impura hubiera franqueado la mente y dejado sentir los primeros movimientos de los sentidos, dice San Jerónimo que entonces hay que redoblar la voz y clamar a Dios pidiéndole su ayuda, sin dejar de invocar los santísimos nombres de Jesús y de María, que tienen especial virtud contra esta suerte de tentaciones.

 Dice San Francisco de Sales que, cuando los niños divisan al lobo, se echan prestos en brazos del padre o de la madre y allí se sienten seguros. Así debemos hacer nosotros, correr presurosos a Jesús y a María con súplicas y peticiones. Repito que correr presurosos, sin prestar oídos a la tentación ni disputar con ella. 

Cuéntase en el § 4 del libro de las Sentencias de los Padres de la antigüedad que cierto día San Pacomio oyó que un demonio se lisonjeaba de haber hecho caer a un monje, porque cuantas veces lo tentaba le prestaba oídos, sin acudir presto a Dios; y, por el contrario, oyó que otro demonio se lamentaba diciendo: «Pues yo con mi monje nada puedo, porque recurre prestamente a Dios y siempre me vence». Si la tentación siguiere molestándonos, guardémonos de inquietarnos ni irritarnos por ello, pues el demonio pudiera valerse de tal inquietud nuestra para hacernos caer. Entonces es cuando debemos resignarnos humildemente a la voluntad de Dios, que se digna permitir seamos tentados con tan bajos pensamientos. Bastará con que digamos: «Señor, bien merecido tengo ser molestado con estas tentaciones en castigo de las ofensas que os he hecho, pero a vos os toca socorrerme y librarme de caer». Y si, con todo, la tentación prosiguiere molestándonos, prosigamos invocando a Jesús y a María. Importa mucho entonces renovar la promesa hecha a Dios de sufrir toda suerte de trabajos y morir mil veces antes que ofenderle sin dejar de pedirle su ayuda. Y cuando las tentaciones fuesen tan violentas que nos viéramos en grave peligro de consentir, redoblemos el fervor de las oraciones y recurramos al Santísimo Sacramento, postrémonos a los pies del Crucifijo o de alguna imagen de la Santísima Virgen y roguemos con redoblado ardor, gimamos, lloremos y pidamos auxilio. Una cosa es cierta: que Dios está presto a escuchar a quien le ruega y que Él es, y no nuestra diligencia, quien nos dará valor para resistir; pero a las veces quiere el Señor nuestros esfuerzos para después suplir nuestra flaqueza y hacernos alcanzar la victoria. 

 También es importante en tiempo de tentaciones hacer a menudo la señal de la cruz en el pecho y en la frente y, además, descubrir la tentación al director espiritual. «Tentación descubierta –decía San Felipe Neri–, tentación medio vendida». 
Bueno es advertir aquí, por ser doctrina admitida entre los teólogos, aun entre los rigoristas, que las personas que por mucho tiempo han vivido vida ejemplar y son temerosas de Dios, siempre que andan en dudas de si habrán consentido o no consentido en alguna culpa grave, deben estar seguras de no haber perdido la amistad de. Dios, pues es moralmente imposible que la voluntad afianzada mucho tiempo en el bien obrar, en un momento se cambie y consienta en un pecado mortal, sin conocerlo claramente. La razón de ello es que, siendo el pecado mortal tan horrible monstruo, no puede penetrar en el alma que por tanto tiempo lo ha aborrecido, sin que a las claras se dé a conocer. 




Esta doctrina la tenemos plenamente probada en nuestra Teología Moral. Santa Teresa solía decir: «Nadie se perderá sin entenderlo». Se sigue de aquí que para algunas almas de conciencia delicada y bien fundadas en la virtud, pero tímidas y molestas de tentaciones, especialmente si son contra la fe o la castidad, será quizás conveniente que el director las prohíba hablar de ellas, ni aun darle cuenta de tales cosas, porque, para descubrirse al confesor, tendrá que hacer memoria de cómo entraron aquellos malos pensamientos y después si hubo delectación, complacencia o consentimiento; y de este modo, mientras más reflexionan en ello, más se graban aquellas malignas fantasías y más turbación causan. 
Cuando el confesor está moralmente cierto de que el alma no consintió en tales sugestiones, más vale que le mande por obediencia no hablar de ellas. 

Y advierto que no de otra suerte obraba Santa Juana de Chantal, quien cuenta de sí que durante muchos años fue combatida de horrendas tempestades de tentaciones, y, como no tenía conciencia de haber nunca consentido en ellas, jamás las descubrió en confesión, limitándose a decir, según la norma que el confesor le había dado para tales casos: «No tengo claro conocimiento de haber consentido», dando con esto a entender que después de cada tentación quedaba agitada de escrúpulos, a pesar de los cuales se aquietaba con la obediencia que el confesor le había impuesto de no confesar tales dudas. 

Por lo demás, mucho ayuda, generalmente hablando, para calmar las tentaciones, descubrirlas al confesor, como arriba queda apuntado. Mas vuelvo a decir que, entre todos los remedios para vencer las tentaciones, el más eficaz, el más necesario, el remedio de los remedios, es acudir a Dios con la oración y no cesar de rogarle mientras dura la tentación. 
A veces tendrá el Señor guardada la victoria no para la primera súplica, sino para la segunda, la tercera o la cuarta. Persuadámonos, finalmente, de que de la oración depende todo nuestro bien; de la oración depende nuestra mudanza de vida; de la oración depende la victoria de las tentaciones; de la oración depende el alcanzar el amor divino, la perfección, la perseverancia y la salvación eterna. 
Sé que sin la ayuda divina no tendremos fuerzas para resistir los asaltos de los demonios, y que por esto el Apóstol nos exhorta a revestirnos de la armadura de Dios (Eph., VI, 11, 12) y ¿cuáles son estas armas? Estas armas son la oración continua y fervorosa a Dios para que nos socorra y no seamos vencidos. 

Cierto que ayudan muy mucho a la vida espiritual los sermones, las meditaciones, las comuniones, las mortificaciones; pero si al venir las tentaciones no nos encomendamos a Dios, caeremos, a pesar de todas las predicaciones, de todas las meditaciones y de todos los buenos propósitos formulados. Por tanto, si queremos salvarnos, pidámosle siempre y encomendémonos a nuestro Redentor, especialmente en el momento de la tentación; y no nos contentemos con pedirle la santa perseverancia, sino pidámosle la gracia de pedírsela siempre. Encomendémonos siempre entonces a la divina Madre, que es la dispensadora de todas las gracias, como dice San Bernardo: «Busquemos la gracia, y busquémosla por medio de María». En efecto, el mismo Santo nos da a entender que Dios no quiere dispensarnos gracia alguna sin que pase por manos de María: «Nada quiso Dios que tuviéramos que no pasase por manos de María». 

 Afectos y súplicas:
  ¡Oh Jesús, Redentor mío!, espero que por los méritos de vuestra sangre 
me hayáis perdonado las ofensas que os he hecho, y espero ir al paraíso 
a daros gracias por ello: 
Las gracias del Señor cantaré siempre. 
Veo que en lo pasado caí y volví a caer miserablemente, porque me olvidé 
de pediros la santa perseverancia; esta perseverancia os pido ahora: 
«No permitáis que me separe de vos. Me propongo pedírosla sin cesar, 
y en especial cuando me vea tentado a ofenderos. 
Así propongo y así prometo»; pero ¿de qué serviría este mi propósito 
y promesa, si vos no me alcanzarais la gracia de acudir a vuestros pies? 
¡Ah!, por los méritos de vuestra pasión, concededme esta gracia de acudir 
siempre a vos en todas mis necesidades. María, Reina y Madre mía, os ruego, 
por el amor que tenéis a Jesucristo, me alcancéis la gracia de recurrir siempre 
a vuestro Hijo y a vos durante toda mi vida.




ACTOS DE FE, ESPERANZA Y CARIDAD

 


Dios mío, creo firmemente cuanto tú, verdad infalible, has revelado y la santa Iglesia nos propone para creer. Y expresamente creo en ti, único verdadero Dios, en tres personas iguales y distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo; y en tu Hijo, encarnado y muerto por nosotros, Jesucristo, el cual dará a cada uno, según sus méritos, el premio o la pena eterna. Conforme a esta fe quiero vivir siempre. Señor, aumenta mi fe.


Dios mío, espero de tu bondad, por tus promesas y por los méritos de Jesucristo, nuestro Salvador, la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Señor, no quede yo confundido eternamente.


Dios mío, te amo con todo mi corazón, sobre todas las cosas, a ti, bien infinito y mi eterna felicidad; y por amor tuyo amo a mi prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, haz que yo te ame cada día más.

ISABEL RECONOCIÓ Y AMÓ A CRISTO EN LA PERSONA DE LOS POBRES


Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.
Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima perfección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.
En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban denudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.
Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.
Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.
Conrado de Marburgo
De una carta escrita por el director espiritual de santa Isabel (Al Sumo Pontífice, año 1232: A. Wyss, Hessisches Urkundenbuch 1, Leipzig 1879,31-35)

¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! Rev. Jules V. Simoneau, S.S.S.

 


Si me preguntaras cuál es la oración mejor y más corta que pudieras ofrecer a Dios en todo tiempo y en todo lugar, sin titubear yo te daría la respuesta en seis palabras: ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO!

Y entusiastamente te exhortaría para que repitieras estas palabras ardientes durante todas las horas que pases despierto. Nada puede ser más grato a Dios, ni tan edificante para ti que tales actos de amor frecuentes y fervorosos.

Al principio estas palabras pudieran parecerte mecánicas, o sonar artificiales en tus labios, pero a fuerza de repetición pronto llegarían a convertirse en tan significativas para ti, como en realidad lo son.

¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! No existe un pensamiento que valga la pena, sentimiento o aspiración que estas palabras no puedan comunicar hasta Dios, de ti. En tus labios y en tu corazón pueden convertirse en la fórmula y la expresión de toda virtud y de todo deseo. Precisamente porque significan lo que significan, estas palabras pueden expresar un sin número de otros significados que pueden cobrar para ustedes. ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO!... Es decir, creo en Ti, te adoro, espero en Ti, siento haberte ofendido... Te amo en esta alegría, en este dolor, en esta desilusión... Quiero amarte y hacer que Te amen más y más. Sí, esto y mucho más es lo que quieres decir cada vez que digas: ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO!.

¿Por qué es esta oración corta, o aspiración, tan rica en significados y bendiciones de toda naturaleza. ¿Por qué quisiera yo que tú siguieras repitiéndola innumerables veces? Porque es la expresión perfecta de la caridad, la mayor de las virtudes, y cada vez la estarías aprovechando en el corazón así en los labios, y estarías cumpliendo con el mayor de todos los Mandamientos. Recordarás que un día, cierto Doctor de la Ley, deseando someter a prueba a Jesús, se acercó a El preguntándole: ¿ Cuál Mandamiento de la Ley de Dios es el mayor?.

Citando palabra por palabra de Deuteronomio, uno de los Libros del Antiguo Testamento, Jesús dio la tan conocida respuesta: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Este es el mayor de los Mandamientos y el primero.

Sabrás, que el amar a Dios es la única finalidad adecuada de nuestra existencia.

Así como las aves fueron creadas para volar y los peces para nadar y las estrellas para iluminar el cielo, así nuestros corazones fueron creados para amar a Dios. Para poder alcanzar esta finalidad, recibimos en el Bautismo, junto con la gracia santificante, las virtudes teológicas de la fe, esperanza y caridad, así como todos los demás dones y las virtudes necesarias para vivir la vida sobrenatural. Las probabilidades son sin embargo, que todas estas virtudes infundidas en nosotros no se desarrollen ni crecerán en nuestras almas como debieran, si no tenemos el cuidado o la precaución de llevar a cabo actos correspondientes. De allí la importancia de multiplicar nuestros actos de fe, esperanza y caridad. Pero, como venía diciendo, un acto de amor puede incluirlo todo.

¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! Todos los santos han vivido y han muerto con estas palabras en sus corazones si no en los labios. San Agustín nunca pudo dejar de admirarse de que Dios infinito nos hubiera mandado a nosotros los pobres pecadores que le amásemos. "¿Quién soy, ¡Oh Dios mío!, para que Tú me mandes que te ame y amenazarme con tu ira si no Te amo?".

San Juan de la Cruz solía decir que "el menor movimiento de amor puro es de mayor valor para la Iglesia que todas las obras juntas". A punto de despachar a sus misioneras al Nuevo Mundo, Santa Magdalena Sofía Barat les dijo: "Si solamente lograran ir hasta donde pudieran establecer un solo Tabernáculo, y lograr de un solo pobre ser salvaje un único acto de amor, ¿no sería esto una felicidad tan grande que perduraría por el resto de sus vidas y conseguiría para ustedes el mérito abundante para toda la eternidad?".

Santa Teresa del Niño Jesús que murió con este mismo acto de amor en sus labios ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! previamente había afirmado: "solamente existe una cosa única que debemos hacer durante este breve día, o mejor dicho, esta breve noche de nuestra existencia: es amar, amar a Jesús con toda la fuerza de nuestro corazón y salvar almas para El, para que El sea amado". El Beato Eimardo había dicho en confianza "Me ha parecido que moriría feliz si mucho amara a la Eucaristía y a la Santísima Virgen."

Si quieres vivir y morir como los Santos en amor y gozando de la amistad de Dios, también tu deberás adquirir y cultivar la costumbre de hacer fervientes actos de amor cada día de tu vida, recordando siempre que uno sólo de estos actos puede borrar no solamente tus pecados diarios y tus imperfecciones, sino todos los de una vida entera siempre y cuando naturalmente tengas la intención de hacer una buena confesión en cuanto te sea posible. Recuerda al buen ladrón en la cruz, él hizo un acto único de amor perfecto. Allí en ese momento el Cristo Moribundo lo canonizó. "Este día, El le aseguró, estarás conmigo en el Paraíso".

¿Qué sería más fácil y más meritorio a la vez que decir: ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! cuando te levantes en la mañana o cuando te retiras por la noche, en tu alegría y en tu pena, en la salud y en la enfermedad, en la Iglesia o en el hogar, en el juego o en el trabajo, en la calle o en la tienda, en todas tus actividades durante las idas y venidas del día?.

Una vez que hayas adquirido el hábito de hacer actos frecuentes de amor, puedes implantar y alentar ese mismo hábito entre tus amigos, parientes y conocidos, principalmente los enfermos y moribundos, entre los niños en el hogar y en la escuela. Si a los niños en la escuela y en el hogar se les enseña por medio de la palabra, ejemplo y alentándoles, la costumbre de decir frecuentemente con fervor estas seis palabras: ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! Su educación en verdad se verá coronada de éxito perdurable y se multiplicarán las vocaciones.

¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! Piensa en la gloria que puedes dar a Dios, del bien que puedes hacer a las almas en la tierra y en el Purgatorio, si constantemente repites este acto de amor en todo tiempo y en todo lugar y animas a tantos como puedas para que hagan otro tanto. Piensa en las bendiciones que lloverían sobre tu parroquia y tu patria si de cientos de fieles y miles de ciudadanos, continuamente se elevaran actos de amor hacia Dios.

Déjame asegurarte una vez mas que si sigues diciendo frecuentemente y de corazón estas seis palabras, ¡OH DIOS MIO, YO TE AMO! El en verdad te hará muy santo y feliz en el tiempo y la eternidad.


EXCELENCIA DEL SUFRIMIENTO (Antonio Royo Marín, teólogo)

 


La excelencia del dolor cristiano aparece clara con sólo considerar las grandes ventajas que proporciona al alma. Los santos se dan perfecta cuenta de ello, y de ahí proviene la sed de padecer que devora sus almas. Bien pensadas las cosas, debería tener el dolor más atractivos para el cristiano que el placer para el gentil. El sufrir pasa; pero el haber sufrido bien, no pasará jamás: dejará su huella en la eternidad. 
He aquí los principales beneficios que el dolor cristiano nos proporciona: 

1. EXPÍA NUESTROS PECADOS.
El reato de pena temporal que deja, como triste recuerdo de su presencia en el alma, el pecado ya perdonado hay que pagarlo enteramente a precio de dolor en esta vida o en la otra. Es una gracia extraordinaria de Dios hacérnoslo pagar en esta vida con sufrimientos menores y meritorios antes que en el purgatorio con sufrimientos incomparablemente mayores y sin mérito alguno para la vida eterna. Como quiera que en una forma o en otra, por las buenas o por las malas, en esta vida o en la otra, hay que saldar toda la cuenta que tenemos contraída ante Dios, vale la pena abrazarse con pasión al sufrimiento en esta vida, donde sufriremos mucho menos que en el purgatorio y aumentaremos a la vez nuestro mérito sobrenatural y nuestro grado de gloria en el cielo para toda la eternidad. 




2. SOMETE LA CARNE AL ESPÍRITU.
Debía saberlo San Pablo por propia experiencia cuando escribía a los corintios: «Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre» (i Cor. 9,27). 
Es un hecho comprobado mil veces en la práctica que cuantas más comodidades se le ofrecen al cuerpo, más exigente se torna. Santa Teresa lo avisa con mucho encarecimiento a sus monjas, persuadida de la gran importancia que esto tiene en la vida espiritual. En cambio, cuando se le somete a un plan de sufrimientos y severas restricciones, acaba por reducir sus exigencias a una mínima expresión. Para llegar a tan felices resultados, bien vale la pena imponerse privaciones y sufrimientos voluntarios. 

3. NOS DESPRENDE DE LAS COSAS DE LA TIERRA.
Nada hay que nos haga experimentar con tanta fuerza que la tierra es un destierro como las punzadas del dolor. A través del cristal de las lágrimas aparece más turbia y asfixiante la atmósfera de la tierra. El alma levanta sus ojos al cielo, suspira por la patria eterna y aprende a despreciar las cosas de este mundo, que no solamente son incapaces de llenar sus aspiraciones infinitas hacia la perfecta felicidad, sino que vienen siempre envueltas en punzantes espinas y ásperos abrojos. 

4. NOS PURIFICA Y HERMOSEA.
Como el oro se limpia y purifica en el crisol, así el alma se embellece y abrillanta con la áspera lima del dolor. Todo pecado, por insignificante que parezca, es un desorden y, por lo mismo, es una deformidad, una verdadera fealdad del alma, ya que la belleza, como es sabido, no es otra cosa que «el esplendor del orden». Por consiguiente, todo aquello que por su misma naturaleza tienda a destruir el pecado o a 
borrar sus huellas tiene forzosamente que embellecer el alma. He ahí por 
qué el dolor purifica y hermosea nuestras almas. 

5. LO ALCANZA TODO DE DIOS.
Dios no desatiende nunca los gemidos de un corazón trabajado por el dolor. Siendo, como es, omnipotente e infinitamente feliz, no se deja vencer sino por la debilidad del que sufre. Él mismo declara en la Sagrada Escritura que nada sabe negar a los que acuden a Él con los ojos arrasados en lágrimas. Y Jesucristo realizó por tres veces el milagro estupendo de la resurrección de un muerto conmovido por las lágrimas de una viuda que llora la muerte de su hijo único (Le. 7,11-17), de 
un padre ante el cadáver de su hija (Mt. 9,18-26) y de dos hermanas desoladas ante el sepulcro de su hermano (lo. 11,1-44). Y proclamó bienaventurados a los que sufren y lloran, porque serán indefectiblemente consolados (Mt 5,5)

6. NOS HACE VERDADEROS APÓSTOLES.
Una de las más estupendas maravillas de la economía de la divina gracia es la íntima solidaridad entre 
todos los hombres a través, sobre todo, del Cuerpo místico de Cristo. Dios acepta el dolor que le ofrece un alma en gracia por la salvación de otra alma determinada o por la de los pecadores en general. Y, bañando ese dolor en la sangre redentora de Cristo—divina Cabeza de ese miembro que sufre—, lo 
deja caer en la balanza de su divina justicia, desequilibrada por el pecado de aquel desgraciado, y, si el alma no se obstina en su ceguera, la gracia del arrepentimiento y del perdón restablece el equilibrio y la paz. Es incalculable la fuerza redentora del dolor ofrecido a la divina justicia con fe viva y ardiente amor a través de las llagas de Cristo. Cuando ha fracasado todo lo demás, todavía queda el recurso del dolor para obtener la salvación de una pobre alma extraviada. 
A un párroco que se lamentaba en presencia del santo Cura de Ars de la frialdad de sus feligreses y de la esterilidad de su celo, le contestó el santo Cura: «¿Ha predicado usted? ¿Ha orado? ¿Ha ayunado? ¿Ha tomado disciplinas? ¿Ha dormido sobre duro? Mientras no se resuelva usted a esto, no tiene derecho a quejarse». 
La eficacia del dolor es soberana para resucitar a un alma muerta por el pecado. Las lágrimas de Santa Mónica obtuvieron la conversión de su hijo Agustín.




7. NOS ASEMEJA A JESÚS Y A MARÍA.
Es ésta la mayor y suprema excelencia del sufrimiento cristiano. 
Las almas iluminadas por Dios para comprender hondamente el misterio de nuestra incorporación a Cristo han sentido siempre verdadera pasión por el dolor. San Pablo considera como una gracia muy especial la dicha de poder sufrir por Cristo a fin de configurarse con Él en sus sufrimientos y en su muerte. Él mismo declara que vive crucificado con Cristo y no quiere gloriarse sino en la cruz de Jesucristo, con la que vive crucificado al mundo !. Y al pensar que la mayoría de los hombres no comprenden este sublime misterio del dolor y huyen como de la peste de cualquier sufrimiento, no puede evitar que sus ojos se llenen de lágrimas de compasión por tanta ceguera. 
Y al lado de Jesús, el Redentor, está María, la Corredentora de la humanidad. Las almas enamoradas de María sienten particular inclinación a acompañarla e imitarla en sus dolores inefables. Ante la Reina de los mártires sienten el rubor y la vergüenza de andar siempre buscando sus comodidades y regalos. Saben que, si quieren parecerse a María, tienen que abrazarse con la cruz, y a ella se abrazan con verdadera pasión. 

Nótese la singular eficacia santificadora del dolor desde este último punto de vista. El sufrimiento nos configura con Cristo de una manera perfectísima; y la santidad no consiste en otra cosa que en esa configuración con Cristo. 
No hay ni puede haber un camino de santificación que prescinda o conceda menos importancia a la propia crucifixión; sería menester para ello que Cristo dejara de ser el Dios ensangrentado del Calvario. Con razón San Juan de la Cruz aconseja rechazar cualquier doctrina de anchura y de alivio «aunque nos la confirmen con milagros». 
Aquí sí que es cuestión de repetir lo que a otro propósito decía San Pablo a los Gálatas: «Aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea 
anatema» (Gal. 1,8). 
Por eso escasean tanto los santos. La mayoría de las almas que tratan de santificarse no quieren entrar por el camino del dolor. Quisieran ser santos, pero con una santidad cómoda y fácil, que no les exija la total renuncia de sí mismas hasta la propia crucifixión. 



Y cuando Dios las prueba con alguna enfermedad penosa, o desolación de espíritu, o persecuciones y calumnias, o cualquier otra cruz, que, bien soportada, las empujaría hacia la cumbre, retroceden acobardadas y abandonan el camino de la perfección. No hay otra razón que explique el fracaso ruidoso de tantas almas que parecían querer santificarse. Acaso llegaron a pedirle alguna vez al Señor que 
les enviara alguna cruz; pero en el fondo se ve después muy claro que querían una cruz a su gusto, y al no encontrarla tal se llamaron a engaño y abandonaron el camino de la perfección. 
Es, pues, necesario decidirse de una vez a abrazarse con el dolor tal como Dios quiera enviárnoslo: enfermedades, persecuciones, calumnias, humillaciones fuertes, fracasos, incomprensiones, muerte 
prematura...; lo que El quiera y en la forma que quiera. 
La actitud del alma ha de consistir en un FIAT perpetuo, en un abandono total y sin reservas a la amorosa providencia de Dios para que haga de ella lo que quiera en el tiempo y en la eternidad. 
No siempre, sin embargo, es fácil alcanzar estas alturas. Con frecuencia el alma tiene que avanzar poco a poco, de grado en grado, hasta llegar al amor apasionado a la cruz. 

(Teología de la perfección Cristiana, Fray Antonio Royo Marín, O.P.)

SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD

 Isabel Catez nació el 18 de julio de 1880 cerca de Bourges (Francia). Tres años después nacerá su hermana Marguarita (Guita).  En 1887 fallecen su abuelo y su padre y quedan las dos niñas al cuidado de su madre, una mujer muy enérgica y recta.

La pequeña Isabel también tiene un carácter muy marcado, sus rabietas infantiles eran temibles. Pero también desde muy temprana edad, trata de vencer su temperamento. Al morir el padre, cambian de domicilio cerca de las Carmelitas Descalzas de Dijon. El sonido de las campanas del convento y la huerta de las monjas ejercerán una gran atracción sobre Isabel.


El día de su primera comunión, 19 de abril de 1891, es fundamental para ella: siente que Jesús la ha llenado. Esa tarde va de visita por primera vez al Carmelo y la priora le explica el significado de su nombre hebreo. Isabel es “casa de Dios”. Esto impacta profundamente a la niña, que comprende la hondura de esas palabras. Desde entonces, se propone ser morada de Dios en su vida, con más oración, controlando su temperamento, olvidándose de sí misma.

A pesar de su viva inteligencia, la joven Isabel recibe una cultura general deficiente, pero está muy dotada para la música y gana un primer premio de piano a los 13 años. Tiene un alma sensible a la música y la naturaleza, hermosuras que le refieren siempre a Dios, en las que ve reflejada la armonía del Creador.

Isabel desea ser carmelita, pero su madre se lo prohíbe hasta los 21 años. Leyendo a Santa Teresa, siente una gran sintonía. Comprende que la contemplación es dejarse obrar por Dios, que la mortificación ha de ser interior y que la amistad es una actitud de anteponer tus intereses a los de la otra persona. También le ayudó mucho la lectura de la Historia de un alma, donde la joven Teresa de Lisieux, recién fallecida, la impulsó en el camino de la confianza en Dios.

El 2 de agosto de 1901, la postulante ingresa en el Carmelo de Dijon con el nombre de Isabel de la Trinidad. La Madre Germana será su priora, maestra y, finalmente, admiradora y discípula. Isabel vive una vida completamente ordinaria, una vida de fe, sin revelaciones ni éxtasis, sin embargo, enseguida llama la atención de toda la comunidad la fidelidad y entrega de la joven. Ella, a su vez, se sumerge en la lectura y profundización de la Escritura (fundamentalmente San Pablo) y de San Juan de la Cruz. De su mano, va encontrando su propio camino interior y madurando en su fe.

Leyendo a San Pablo, descubre una intensa llamada a ser Alabanza de Gloria de Dios Trino en cada instante del día, viviendo en una constante acción de gracias. Llega a tener tal identificación, que al final de su vida firma algunas cartas con ese nombre: “Laudem Gloriae”.

En la cuaresma de 1905, Isabel enferma y tras una penosa y larga enfermedad, muere el 9 de noviembre de 1906. Sus últimas palabras fueron: “Voy a la Luz, al Amor, a la Vida”.

Su vida y escritos tuvieron una difusión sorprendente. Estos son: sus Diarios, las Cartas, sus Poemas (reflejo de su alma, pero de poca calidad literaria), unas Oraciones entre las que es célebre su elevación a la Santísima Trinidad, y los siguientes escritos: El cielo en la fe, que anima a vivir el cielo en la tierra adorando a Dios en fe y amor, a su hermana Guita, casada y madre; grandeza de nuestra vocación, últimos ejercicios y déjate amar (dedicado a su priora).

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LA CAPILLA DE LAS CARMELITA, POEMA

[(Antes del 14 de) septiembre de 1897]

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar con cuidado.

Junto a la reja hay un cuadro
donde se ve al divino Cordero
la triste noche de la agonía
velando y orando por los hombres.

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar sin cuidado.

En este muy querido santuario
Jesús ya no está solitario.
Todo lo dejaron por Ti
cuando les dijiste: *Venid a Mí.+

En su capilla misteriosa
(cómo me siento dichosa!
Sola con mi Dios amado,
puedo llorar sin cuidado.

Quiero, como ellas, todo abandonar,
mi vida te quiero dar.
Tu agonía compartir
y crucificada morir.

Brillará el día venturoso
en que Jesús ceda a mi amor.
En su capilla misteriosa
me sentiré muy dichosa.
Dejaré correr mis lágrimas
dando gracias al Señor.

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Cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Jesucristo por su
cuerpo, que es la Iglesia+ (Col. 1, 24). He aquí lo que constituía la
felicidad del Apóstol. Este pensamiento me persigue y te confieso que
experimento una alegría íntima y profunda al pensar que Dios me ha escogido
para asociarme a la Pasión de su Cristo, y este camino del Calvario que subo
cada día me parece más bien la ruta de la felicidad. 
No has visto esas estampas que representan a la muerte segando con la hoz? Pues bien, ése es mi estado; me parece que la siento destruirme así... Para la naturaleza esto es a veces doloroso, y te aseguro que si me quedase ahí, no sentiría más que flaqueza en el sufrimiento. 
Pero esto es la consideración humana, y muy pronto "abro el ojo de mi alma a la luz de la fe", y esta fe me dice que es el amor el que me destruye, quien me consume lentamente, y mi alegría es inmensa y me ofrezco a él como presa

(Santa Isabel de la Trinidad)

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Date prisa a bajar, porque es necesario que hoy me hospede en tu casa+ (Lc. 19, 5). 

El Maestro repite sin descanso a nuestra alma esta palabra que un día dirigió a Zaqueo. *Date prisa a bajar.+ Pero )cuál es, entonces, esta bajada que El exige de nosotros sino una entrada más profunda en nuestro abismo interior?. Este acto no es "una separación exterior de las cosas exteriores", sino una "soledad del espíritu", un desasimiento de todo lo que no es Dios.

(Santa Isabel de la Trinidad)

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ELEVACIÓN A LA TRINIDAD

 

“¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh, mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga adentrarme más en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu descanso. Que no te deje allí jamás solo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en total adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria; quisiera amarte... hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia, y te pido que me ‘revistas de ti mismo’, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas en Ti, que me invadas, que ocupes Tú mi lugar, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.


¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero miraros siempre y permanecer bajo tu gran luz. ¡Oh, Astro querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu irradiación.


¡Oh, Fuego consumidor, Espíritu de Amor! ‘Ven a mí’ para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad complementaria en la que renueve todo su misterio. Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate hacia tu pequeña criatura, ‘cúbrela con tu sombra’, y no veas en ella más que a tu ‘Hijo amado, en quien has puesto todas tus complacencias’.


¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Ti como víctima. Abísmate en mí para que yo me abisme en Ti, mientras espero ir a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas. 



Isabel de la Trinidad, 

Carmelo de Dijon

21 de noviembre de 1904



MARTÍN DE LA CARIDAD

 


Martín nos demuestra, con el ejemplo de su vida, que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser; y si, en segundo lugar, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.


Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible.


Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él.

Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad».


Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos.


-San Juan XXIII, papa-

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SAN MARTÍN DE PORRES Y LA VIRGEN MARÍA

San Martín de Porres era devotísimo de la Virgen María a la que rezaba continuamente: realizaba peticiones y ofrendas que Ella, agradecida y sensible a los dones recibidos, guardaba en su inmenso e inmaculado corazón. Todo ello, junto a la humildad del santo dominico -como ejercicio mismo de la virtud de la pobreza y la ternura hacia la vida-, agradaban sobremanera a la que es nuestra Madre del cielo. Honraba a la Madre de Dios con las mejores flores, que simbolizaban su amor por ella, la pureza y la dulzura de todo aquel que la contempla y le reza. San Martín de Porres fue una persona de mente abierta y de espíritu amplio y libre, aprendido de su familiaridad y sus frecuentes confidencias con la Virgen, que siempre le escucha. Hablaba con ella y de ella con tal fervor y devoción que conmovía los corazones de quienes lo oían. Con su rosario en la mano y a los pies de la Virgen pedía el auxilio de la que es Madre, Abogada y Consuelo de los que padecen. A través del rezo del Santo Rosario que le ofrecía diariamente, los ruegos se convertían en auténticas bendiciones y custodia para los afligidos. En este sentido, San Martín confió sus inquietudes y afanes a la Virgen del Rosario; además, vivió y transmitió tiernamente el Rosario como herencia y compromiso. Fray Martín, prodigio en la devoción a María, tenía un gran corazón para amarla y servirla infinitamente. Siempre anduvo en el verdadero amor, que ni cansa ni se cansa. Y hasta el último momento se entrega a la Virgen para descansar en ella, la que es Santa María del Reposo y Madre de Misericordia de todos sus hijos, que como premio triunfal a lo que fue su vida se le aparece para asistirlo a bien morir.

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SAN MARTÍN DE PORRES Y LOS ANIMALES

La escoba y los animales domésticos son inseparables a la figura de San Martín de Porres a los que siempre compadeció y socorrió. Pedir a San Martín por la protección de nuestros animales de compañía es una buena idea, además de un acto de generosidad. La caridad universal de San Martín de Porres también se extendía a los pobres animalitos a los que trataba con amigable bondad, fruto de su amor por el Creador de todos los seres. Tenía el don de comunicarse con ellos —la parazoogésis—, los cuales le obedecían por particular privilegio de Dios. Fray Martín se encargó de amar y cuidar con cariño a los animales, domésticos y otros no tanto, a quienes muchas veces alimentaba y curaba con la máxima delicadeza de sus heridas o enfermedades. Sus biógrafos nos hablan de las atenciones que prestaba a los animales cual solícito veterinario. Y es que amar a los animales es amar a Dios en su creación.


Fray Martín había separado en la casa de su hermana, que ya estaba casada y en buena posición social, un patio donde albergaba a gatos y perros sarnosos, llagados y enfermos para cuidarlos. Una señal inequívoca de la presencia de Dios en los humildes y caritativos: en las personas buenas que respetan y cuidan de sus semejantes, a los animales y de la naturaleza en sí misma. Por eso a él le resultaría incomprensible y dolorosa la conducta de aquellos que maltratan —incluso con ensañamiento— y quitan la vida a animales inocentes, que ni hacen ningún mal ni sirven para sustento. También, hoy en día, resulta un aspecto ciertamente incómodo y reprochable en aquellas personas que, poniendo todo su afecto en los animales domésticos, alimentan y agasajan con viandas exquisitas u otras excentricidades sus mascotas, y en cambio cierran sus ojos y sus corazones para las personas necesitadas que carecen de lo necesario para subsistir. Fray Martín no declinó jamás hacia ninguno de estos extremos, atendiendo y entendiendo el mundo animal en constante equilibrio: En los documentos del proceso de beatificación se cuenta también que Fray Martín “se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto”. No es extraño que en el convento, los perros, gatos y ratones comieran del mismo plato cuando Fray Martín les ponía el alimento. Se cuenta que iba un día camino del convento y que en la calle vio a un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: “Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remediarte”. Fue con él al convento, acostó al perro en una alfombra de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Después de permanecer una semana en la casa, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro: “No vuelvas a las andadas —le dijo—, que ya estás viejo para la lucha”. Otra anécdota que explica su amor a los animales es la siguiente: resulta que el convento estaba entonces infestado de ratones y de ratas, los cuales roían la ropa y los hábitos, tanto en la sacristía como en las celdas y en el guardarropa. Después que los frailes resolvieran tomar medidas drásticas para exterminarlos, Martín de Porres se sintió afligido por ello y sufrió al pensar que aquellos inocentes animalitos tuvieran que ser condenados de aquella manera. Así que, habiendo encontrado a una de aquellas bestias le dijo: “Pequeño hermano rata, óyeme bien: ustedes ya no están seguros aquí. Ve a decirles a tus compañeros que vayan al albergue situado en el fondo del jardín. Me comprometo a llevarles allí comida, a condición de que me prometan no venir ya a causar estragos en el convento”. Después de estas palabras, según se cuenta, el “jefe” de la tribu ratonil rápidamente llevó el aviso a todo el ejército de ratas y ratones, y pudo verse una larga procesión de estos animales desfilando a lo largo de los pasillos y de los claustros para llegar al jardín indicado. En su biografía se cuentan otros muchos recuerdos y anécdotas al respecto: como por ejemplo, su costumbre de acariciar a las gallinas del convento que muy contentas siempre se le acercaban; de cuando calmó a un becerro bravo o amansó a un perro salvaje e incluso como curaba a gatos, mulas y pájaros. Su tacto sobre los animales era realmente maravilloso. Como vemos, el amor de San Martín de Porres por los animales —algunos de ellos enemigos entre sí por naturaleza y a los que hizo comer en un mismo plato— lo podemos extrapolar de algún modo a su empeño por construir la paz en la sociedad: el símbolo de la diversidad de ideas que conviven en armonía en un mismo espacio y un estímulo para alcanzar la solidaridad entre todos. Como así siempre predicó. «No hagas daño a nadie, porque todas las criaturas son obra de Dios»



APRESURÉMONOS HACIA LOS HERMANOS QUE NOS ESPERAN

 


¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordaros que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
(San Bernardo de Claraval)

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