Ante ti, Señor, rendida, quiero alcanzar el santo abandono. Para ello,”permaneceré sumisa y disponible al divino querer, no anhelando ni rehusando nada, e igualmente contenta de cualquier querer suyo.
Me despojaré de todo con total abandono de mí misma en Dios, dejando que él se cuide enteramente de mí.
Él sabe –no yo- lo que me conviene; por eso recibiré con igual sumisión tanto la luz como las tinieblas; tanto las consolaciones como las calamidades y cruces; tanto el sufrir como el gozar.
En todo y por todo le bendeciré, y más que nada por la mano que me azota, confiando enteramente en él.
Y en el caso de que me quisiera agraciar con su presencia, o sólo con los efectos de la misma,... no me aficionaré jamás al gusto del espíritu, ni me afligiré por el temor de verme privada del mismo; antes bien, muy dispuesta a la pena merecida por sus abandonos, le brindaré siempre el don de mi pura y desnuda voluntad ofreciéndole a él un alma crucificada y muerta..., porque a él así le place”.
(San Pablo de la Cruz, muerte mística, dedicada a una joven novicia, Sor Ángela M. Cencelli, por eso habla en femenino)
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