Cuando meditas las penas de María y la dulzura de su corazón que manifiesta a Jesús su amor más puro, comprendes que el amor perfecto es consolar a Jesús participando en sus sufrimientos para la redención de las almas y las del mundo entero.
La Virgen María no estaba en el huerto de la agonía pero, en la lejanía, su corazón se encontraba en extremo tormento, después de haber comprendido en el cenáculo los acontecimientos que se avecinaban. Comprendió que Judas iba a traicionarle, que los apóstoles iban a abandonarle y su corazón sentía en ese momento las mismas ansiedades que su Hijo; sintió una profunda unión con el alma de Cristo y, desde la oración, le ayudó como una madre puede consolar a un hijo que está triste.
Siguió María a Jesús cuando fue conducido por los guardias de un palacio a otro, humillado, ridiculizado, golpeado… María no durmió durante esa noche cuando Jesús sufrió su cruel Pasión ofreciendo los sufrimientos de esas terribles horas por la redención del mundo.
María fue testigo de la flagelación: ¡qué dolor para una madre contemplar semejante tortura! ¡Por mis pecados y los del mundo entero! ¡Qué poder te da sus penas para reclamar de Jesús la salvación inmerecida de la humanidad! Reconoces aquí su grandeza como ninguna otra a causa de estos terribles sufrimientos de compasión.
Doloroso para ella fue contemplar la coronación de espinas: esa cabeza convertida en cabeza de dolor por la fuerza del amor y la compasión. Y no pudo María sentir dolor por si misma sino por esa unión tan íntima con Jesús para convertirse en copartícipe en la Pasión de su Hijo.
Y en el camino hacia el Calvario, María contempla a Jesús por las calles portando su cruz, y con valentía se apresuró a encontrarse con Él y contemplar ese rostro cubierto de sangre, golpeado, insultado, ridiculizado, vilipendiado, odiado por la gente que le había aclamado en su entrada en Jerusalén. ¡Qué honor para una mujer ser llamada a convertirse en participe en esta obra de redención, para ser hija, madre y esposa al mismo tiempo!
Y llega el Stabat Mater. Allí está Ella, postrada al pie de la Cruz, para compartir todos los sufrimientos de Jesús pero también todas las oraciones, todos los sentimientos, todos los pensamientos. ¡Esta escena es digna de adoración, de adoración a Jesús y a María, unidos en el Corazón, Víctimas en la Cruz!
Mi corazón se une a María. Y me hace comprender que, en el drama del Calvario, la presencia de María junto a la cruz de Jesús con esa inquebrantable firmeza y esa extraordinaria valentía me tiene que llevar a afrontar mi vida, mis sufrimientos, mis padecimientos y mis incertidumbres cogido de la mano de María. Hacer como María, sostenerme por la fe, don de Dios, y ser siempre fiel a Cristo sabiendo llegar, incluso, hasta la cruz.
Hoy más que nunca quiero acoger en mi corazón a María y dejarle un espacio para que me acompañe siempre en mi vida cotidiana con el fin de que me guié como nadie en mi camino hacia la salvación.
Fuente: Orar con el corazón abierto
No hay comentarios:
Publicar un comentario