MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO SOBRE LA BIENAVENTURANZA: "LOS LIMPIOS DE CORAZÓN VERÁN A DIOS" - XXX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2015-

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios» (Mt 5,8)



Queridos jóvenes:
Seguimos avanzando en nuestra peregrinación espiritual a Cracovia, donde tendrá lugar la próxima edición internacional de la Jornada Mundial de la Juventud, en julio de 2016. Como guía en nuestro camino, hemos elegido el texto evangélico de las Bienaventuranzas.

El año pasado reflexionamos sobre la bienaventuranza de los pobres de espíritu, situándola en el contexto más amplio del “sermón de la montaña”. Descubrimos el significado revolucionario de las Bienaventuranzas y el fuerte llamamiento de Jesús a lanzarnos decididamente a la aventura de la búsqueda de la felicidad. Este año reflexionaremos sobre la sexta Bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).

1. El deseo de felicidad

La palabra bienaventurados (felices), aparece nueve veces en esta primera gran predicación de Jesús (cf. Mt 5,1-12). Es como un estribillo que nos recuerda la llamada del Señor a recorrer con Él un camino que, a pesar de todas las dificultades, conduce a la verdadera felicidad.
Queridos jóvenes, todas las personas de todos los tiempos y de cualquier edad buscan la felicidad.

Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer un profundo anhelo de felicidad, de plenitud. ¿No notáis que vuestros corazones están inquietos y en continua búsqueda de un bien que pueda saciar su sed de infinito?
Los primeros capítulos del libro del Génesis nos presentan la espléndida bienaventuranza a la que estamos llamados y que consiste en la comunión perfecta con Dios, con los otros, con la naturaleza, con nosotros mismos.

El libre acceso a Dios, a su presencia e intimidad, formaba parte de su proyecto sobre la humanidad desde los orígenes y hacía que la luz divina permease de verdad y trasparencia todas las relaciones humanas. En este estado de pureza original, no había “máscaras”, subterfugios, ni motivos para esconderse unos de otros.
Todo era limpio y claro.
Cuando el hombre y la mujer ceden a la tentación y rompen la relación de comunión y confianza con Dios, el pecado entra en la historia humana (cf. Gn 3). Las consecuencias se hacen notar enseguida en las relaciones consigo mismos, de los unos con los otros, con la naturaleza. Y son dramáticas.

La pureza de los orígenes queda como contaminada. Desde ese momento, el acceso directo a la presencia de Dios ya no es posible. Aparece la tendencia a esconderse, el hombre y la mujer tienen que cubrir su desnudez. Sin la luz que proviene de la visión del Señor, ven la realidad que los rodea de manera distorsionada, miope. La “brújula” interior que los guiaba en la búsqueda de la felicidad pierde su punto de orientación y la tentación del poder, del tener y el deseo del placer a toda costa los lleva al abismo de la tristeza y de la angustia.
En los Salmos encontramos el grito de la humanidad que, desde lo hondo de su alma, clama a Dios: «¿Quién nos hará ver la dicha si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?» (Sal 4,7).

El Padre, en su bondad infinita, responde a esta súplica enviando a su Hijo. En Jesús, Dios asume un rostro humano.
Con su encarnación, vida, muerte y resurrección, nos redime del pecado y nos descubre nuevos horizontes, impensables hasta entonces.



Y así, en Cristo, queridos jóvenes, encontrarán el pleno cumplimiento de sus sueños de bondad y felicidad.

Sólo Él puede satisfacer sus expectativas, muchas veces frustradas por las falsas promesas mundanas.
Como dijo san Juan Pablo II: «Es Él la belleza que tanto les atrae; es Él quien les provoca con esa sed de radicalidad que no les permite dejarse llevar del conformismo; es Él quien les empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien les lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en ustedes el deseo de hacer de su vida algo grande» (Vigilia de oración en Tor Vergata, 19 agosto 2000).

2. Bienaventurados los limpios de corazón…

Ahora intentemos profundizar en por qué esta bienaventuranza

pasa a través de la pureza del corazón.
Antes que nada, hay que comprender el significado bíblico de la palabra corazón. Para la cultura semita el corazón es el centro de los sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la persona humana. Si la Biblia nos enseña que Dios no mira las apariencias, sino al corazón (cf. 1 Sam 16,7), también podríamos decir que es desde nuestro corazón desde donde podemos ver a Dios. Esto es así porque nuestro corazón concentra al ser humano en su totalidad y unidad de cuerpo y alma, su capacidad de amar y ser amado.
En cuanto a la definición de limpio, la palabra griega utilizada por el evangelista Mateo es katharos, que significa fundamentalmente puro, libre de sustancias contaminantes.

En el Evangelio, vemos que Jesús rechaza una determinada concepción de pureza ritual ligada a la exterioridad, que prohíbe el contacto con cosas y personas (entre ellas, los leprosos y los extranjeros) consideradas impuras.



A los fariseos que, como otros muchos judíos de entonces, no comían sin haber hecho las abluciones y observaban muchas tradiciones sobre la limpieza de los objetos, Jesús les dijo categóricamente: «Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad» (Mc 7,15.21-22).
Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Por la lista que hace Jesús de los males que vuelven al hombre impuro, vemos que se trata sobre todo de algo que tiene que ver con el campo de nuestras relaciones.

Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puede “contaminar” su corazón, formarse una conciencia recta y sensible, capaz de «discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (Rm 12,2).
Si hemos de estar atentos y cuidar adecuadamente la creación, para que el aire, el agua, los alimentos no estén contaminados, mucho más tenemos que cuidar la pureza de lo más precioso que tenemos: nuestros corazones y nuestras relaciones. Esta “ecología humana” nos ayudará a respirar el aire puro que proviene de las cosas bellas, del amor verdadero, de la santidad.
Una vez les pregunté: ¿Dónde está su tesoro? ¿en qué descansa su corazón? (cf. Entrevista con algunos jóvenes de Bélgica, 31 marzo 2014). Sí, nuestros corazones pueden apegarse a tesoros verdaderos o falsos, en los que pueden encontrar auténtico reposo o adormecerse, haciéndose perezosos e insensibles.

El bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios. ¿Lo creen así de verdad? ¿Son conscientes del valor inestimable que tienen a los ojos de Dios?
¿Saben que Él los valora y los ama incondicionalmente?


Cuando esta convicción desaparece, el ser humano se convierte en un enigma incomprensible, porque precisamente lo que da sentido a nuestra vida es sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿Recuerdan el diálogo de Jesús con el joven rico (cf. Mc 10,17-22)? El evangelista Marcos dice que Jesús lo miró con cariño (cf. v. 21), y después lo invitó a seguirle para encontrar el verdadero tesoro. Les deseo, queridos jóvenes, que esta mirada de Cristo, llena de amor, les acompañe durante toda su vida.
Durante la juventud, emerge la gran riqueza afectiva que hay en sus corazones, el deseo profundo de un amor verdadero, maravilloso, grande. ¡Cuánta energía hay en esta capacidad de amar y ser amado! No permitan que este valor tan precioso sea falseado, destruido o menoscabado. Esto sucede cuando nuestras relaciones están marcadas por la instrumentalización del prójimo para los propios fines egoístas, en ocasiones como mero objeto de placer.
El corazón queda herido y triste tras esas experiencias negativas.
Se lo ruego: no tengan miedo al amor verdadero, aquel que nos enseña Jesús y que San Pablo describe así: «El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca» (1 Co 13,4-8).
Al mismo tiempo que les invito a descubrir la belleza de la vocación humana al amor, les pido que se rebelen contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto sexual, privándolo así de sus características esenciales de belleza, comunión, fidelidad y responsabilidad.
Queridos jóvenes, «en la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar” el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente; sí, en esto les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en ustedes, jóvenes, y pido por ustedes. Atrévanse a “ir contracorriente”.
Y atrévanse también a ser felices» .
Ustedes, jóvenes, son expertos exploradores. Si se deciden a descubrir el rico magisterio de la Iglesia en este campo, verán que el cristianismo no consiste en una serie de prohibiciones que apagan sus ansias de felicidad, sino en un proyecto de vida capaz de atraer nuestros corazones.


3. ... porque verán a Dios

En el corazón de todo hombre y mujer, resuena continuamente la invitación del Señor: «Busquen mi rostro» (Sal 27,8).




Al mismo tiempo, tenemos que confrontarnos siempre con nuestra pobre condición de pecadores. Es lo que leemos, por ejemplo, en el Libro de los Salmos: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 24,3-4).
Pero no tengamos miedo ni nos desanimemos: en la Biblia y en la historia de cada uno de nosotros vemos que Dios siempre da el primer paso. Él es quien nos purifica para que seamos dignos de estar en su presencia.
El profeta Isaías, cuando recibió la llamada del Señor para que hablase en su nombre, se asustó: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!» (Is 6,5).
Pero el Señor lo purificó por medio de un ángel que le tocó la boca y le dijo: «Ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado»
(v. 7). En el Nuevo Testamento, cuando Jesús llamó a sus primeros discípulos en el lago de Genesaret y realizó el prodigio de la pesca milagrosa, Simón Pedro se echó a sus pies diciendo:
«Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5,8).
La respuesta no se hizo esperar: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (v. 10). Y cuando uno de los discípulos de Jesús le preguntó: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»,
el Maestro respondió: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,8-9).
La invitación del Señor a encontrarse con Él se dirige a cada uno de ustedes, en cualquier lugar o situación en que se encuentre.

Basta «tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él » (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 3). Todos somos pecadores, necesitados de ser purificados por el Señor. Pero basta dar un pequeño paso hacia Jesús para descubrir que Él nos espera siempre con los brazos abiertos, sobre todo en el Sacramento de la Reconciliación, ocasión privilegiada para encontrar la misericordia divina que purifica y recrea nuestros corazones.



Sí, queridos jóvenes, el Señor quiere encontrarse con nosotros, quiere dejarnos “ver” su rostro. Me preguntarán: “Pero, ¿cómo?”. También Santa Teresa de Ávila, que nació hace ahora precisamente 500 años en España, desde pequeña decía a sus padres:

«Quiero ver a Dios». Después descubrió el camino de la oración, que describió como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Libro de la vida, 8, 5). Por eso, les pregunto: ¿rezan? ¿saben que pueden hablar con Jesús, con el Padre, con el Espíritu Santo, como se habla con un amigo? Y no un amigo cualquiera, sino el mejor amigo, el amigo de más confianza. Prueben a hacerlo, con sencillez.
Descubrirán lo que un campesino de Ars decía a su santo Cura: Cuando estoy rezando ante el Sagrario, «yo le miro y Él me mira» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2715).
También les invito a encontrarse con el Señor leyendo frecuentemente la Sagrada Escritura.

Si no están acostumbrados todavía, comiencen por los Evangelios. Lean cada día un pasaje. Dejen que la Palabra de Dios hable a sus corazones, que sea luz para sus pasos (cf. Sal 119,105).
Descubran que se puede “ver” a Dios también en el rostro de los hermanos, especialmente de los más olvidados: los pobres, los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los encarcelados (cf. Mt 25,31-46). ¿Han tenido alguna experiencia? Queridos jóvenes, para entrar en la lógica del Reino de Dios es necesario reconocerse pobre con los pobres. Un corazón puro es necesariamente también un corazón despojado, que sabe abajarse y compartir la vida con los más necesitados.
El encuentro con Dios en la oración, mediante la lectura de la Biblia y en la vida fraterna les ayudará a conocer mejor al Señor y a ustedes mismos.




Como les sucedió a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), la voz de Jesús hará arder su corazón y les abrirá los ojos para reconocer su presencia en la historia personal de cada uno de ustedes, descubriendo así el proyecto de amor que tiene para sus vidas.
Algunos de ustedes sienten o sentirán la llamada del Señor al matrimonio, a formar una familia.

Hoy muchos piensan que esta vocación está “pasada de moda”, pero no es verdad. Precisamente por eso, toda la Comunidad eclesial está viviendo un período especial de reflexión sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Además, les invito a considerar la llamada a la vida consagrada y al sacerdocio.
Qué maravilla ver jóvenes que abrazan la vocación de entregarse plenamente a Cristo y al servicio de su Iglesia. Háganse la pregunta con corazón limpio y no tengan miedo a lo que Dios les pida.
A partir de su “sí” a la llamada del Señor se convertirán en nuevas semillas de esperanza en la Iglesia y en la sociedad. No lo olviden: La voluntad de Dios es nuestra felicidad.




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