¡Oh Verbo eterno!, treinta y tres años pasasteis de sudores
y fatigas, disteis sangre y vida para salvar a los hombres,
y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos.
¿Cómo, pues, puede haber hombres que aún no os amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; tened compasión de mí.
Os ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido.
Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberos despreciado.
Me arrepiento y os amo con toda mi alma.
Alma mía, ama a un Dios sujeto como reo por ti,
a un Dios flagelado como esclavo por ti,
a un Dios hecho rey de burlas por ti, a un Dios,
finalmente, muerto en cruz como malhechor por ti.
Sí, Salvador y Dios mío, os amo, os amo;
recordadme siempre cuanto por mí padecisteis, para que nunca me olvide de amaros.
Cordeles que atasteis a Jesús, atadme también con Él; espinas que coronasteis a Jesús, heridme de amor a Él; clavos que clavasteis a Jesús, clavadme en la cruz con Él, para que con Él viva y muera. Sangre de Jesús, embriágame en su santo amor;
muerte de Jesús, hazme morir a todo afecto terreno; pies traspasados de mi Señor, a Vos me abrazo para que me libréis del merecido infierno.
Jesús mío, en el infierno no os podré ya amar;
yo quiero amaros siempre. Amado Salvador mío,
salvadme, estrechadme contra vos
y no permitáis que vuelva jamás a perderos.
¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de pecadores!, ayudad a un pecador que quiere amar a Dios
y a vos se encomienda:
por el amor que tenéis a Dios, venid en mi socorro.
(Afectos y súplicas, de san Alfonso María de Ligorio , "práctica de amor a Jesucristo")
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