CUÁNTO MERECE SER AMADO JESUCRISTO POR EL AMOR QUE NOS MOSTRÓ EN LA INSTITUCIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR




Sabiendo nuestro amantísimo Salvador que era llegada la hora de partir de esta tierra, antes de encaminarse a morir por nosotros, quiso dejarnos la prenda mayor que podía darnos de su amor,
cual fue precisamente este don del Santísimo Sacramento. 

Dice San Bernardino de Siena que las pruebas de amor que se dan en la muerte quedan más grabadas en la memoria y son las más apreciadas, y vos, Jesús, mío, al partir de este mundo,
¿qué nos dejasteis en prenda de vuestro amor? nos dejasteis vuestro cuerpo, vuestra sangre, vuestra alma, vuestra divinidad
y a vos mismo, sin reservaros nada. 

Según el Concilio de Trento, en este don de la Eucaristía quiso Jesucristo como derramar sobre los hombres todas las riquezas del amor que tenía reservadas.
Y nota el Apóstol que Jesús quiso hacer este regalo a los hombres en la misma noche en que éstos maquinaban su muerte.
Por eso Santo Tomás llamaba a este sacramento «sacramento de caridad, prenda de caridad. Sacramento de amor», como si hubiera dicho nuestro Redentor al dejarnos este don: ¡Oh almas!, si alguna vez dudáis de mi amor, he aquí que me entrego a vosotras en este sacramento; con tal prenda a vuestra disposición, ya no podréis tener duda de mi amor, y de mi amor extraordinario. 



Más lejos va todavía San Bernardo al llamar a este sacramento  «amor de los amores», pues este don encierra todos los restantes dones que el Señor nos hizo, la creación, la redención, la predestinación a la gloria, porque, como canta la Iglesia, la Eucaristía no sólo es prenda del amor que Jesucristo nos tiene,
sino también prenda del paraíso que quiere darnos.
Oh, ¡y qué ansias tiene Jesucristo de unirse a nuestra alma en la sagrada comunión! “Con deseo deseé comer esta Pascua con vosotros antes de padecer” (Lc. 22, 15), así dijo en la noche de la institución de este sacramento de amor.

Y, para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él; pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, para que todos y en todos los países lo puedan hallar y recibir.  Para que nos resolviéramos a recibirle en la sagrada comunión, no sólo nos exhorta a ello con repetidas invitaciones: “Venid a comer de mi pan y bebed del vino que he mezclado” (Prov. 9, 15),  sino que también nos lo impone de precepto: “Tomad y comed; éste es mi Cuerpo” (I Cor. 11, 24).



Y para inclinarnos a recibirle nos alienta con la promesa del paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre,  tiene vida eterna” (Jn.  6, 55).  ¿por qué desea tanto Jesucristo que vayamos a recibirle en la sagrada comunión? He aquí la razón. El amor, en expresión de San Dionisio, siempre aspira y tiende a la unión, y, como dice Santo Tomás, «los amigos que se aman de corazón quisieran estar de tal modo unidos que no formaran más que uno solo».

Esto ha pasado con el inmenso amor de Dios a los hombres, que no esperó a darse por completo en el reino de los cielos, sino que aun en esta tierra se dejó poseer por los hombres con la más íntima posesión que se pueda imaginar, ocultándose bajo apariencias de pan en el Santísimo Sacramento.

Allí está como tras de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías. Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se halla realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos.
Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregarse completamente a nosotros y vivir así unido con nosotros.  

¡Oh, cuánto se complace Jesucristo en estar unido con nuestra alma! Él mismo lo dijo cierto día, después de la sagrada comunión, a su querida sierva Margarita de Iprés:
«Mira, hija mía, la hermosa unión que entre nosotros existe; ámame, en adelante permanezcamos siempre unidos en el amor y no nos separemos ya más». 
Siendo esto así, habíamos de confesar que el alma no puede hacer ni pensar cosa más grata a Jesucristo como hospedar en su corazón, con las debidas disposiciones, a huésped de tanta majestad,
porque de esta manera se une a Jesucristo, que tal es el deseo de tan enamorado Señor.
He dicho que hay que recibir a Jesús no con las disposiciones dignas, sino con las requeridas, porque, si fuese menester ser digno de este sacramento, ¿quién jamás pudiera comulgar?
Sólo un Dios podría ser digno de recibir a un Dios.



Pero solo basta que el alma se halle en gracia de Dios y con vivo deseo de aumentar en ella el amor a Jesucristo.
«Sólo por amor se ha de recibir a Jesucristo en la sagrada comunión, ya que sólo por amor se entrega Él a nosotros»,
dice San Francisco de Sales.
Téngase también muy entendido que no hay cosa que más aproveche al alma que la sagrada comunión.
El Eterno Padre puso en manos de Jesucristo todas sus divinas riquezas; de ahí que, al bajar Jesús al alma en la comunión,
lleva consigo inmensos tesoros de gracias.
Dice San Dionisio que el sacramento de la Eucaristía tiene, más que los restantes medios espirituales, suma virtud santificadora de las almas. Y San Vicente Ferrer aseguraba que más aprovecha el alma con una sola comunión que con una semana de ayuno a pan y agua. 

Primeramente, como enseña el sagrado Concilio de Trento, la comunión es el gran remedio que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales. Dícese que nos libra de los pecados veniales porque, en sentir de Santo Tomás, este sacramento inclina al hombre a hacer actos de amor, con los que se borran los pecados veniales. Y dícese que la comunión nos preserva de los pecados mortales porque aumenta la gracia, que nos preserva de las culpas graves, razón por la cual escribía Inocencio III que «si Jesucristo nos libró con su pasión de la esclavitud del pecado, con la Eucaristía nos libra de la voluntad de pecar». 



Habrá quien diga: Por eso, precisamente, no comulgo más a menudo, porque me veo frío en el amor; y a este tal le responde Gersón diciendo: «Y ¿porque te ves frío quieres alejarte del fuego?». Cabalmente porque sientes helado tu corazón debes acercarte más a menudo a este sacramento, siempre que alimentes sincero deseo de amar a Jesucristo.
«Acércate a la comunión –dice San Buenaventura– aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico».
Cosa igual decía San Francisco de Sales en su Filotea:
«Dos clases de personas tienen que comulgar con frecuencia: los perfectos, por hallarse bien dispuestos, y los imperfectos, para llegar a la perfección».

Pero no hay que olvidar que para comulgar frecuentemente se necesitan tener grandes deseos de santificarse y crecer en el amor a Jesucristo. El Señor dijo en cierta ocasión a Santa Matilde: «Cuando te acerques a comulgar, desea tener en tu corazón todo el amor que se puede encerrar en él, que yo te lo recibiré como tú quisieras que fuese».  

(Extraído del libro "Práctica del amor a Jesucristo", de san Alfonso María de Ligorio)

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