ZAQUEO

 Jesús, de paso hacia Jerusalén, entró en Jericó. La curiosidad y los rumores de que acababa de hacer un nuevo milagro devolviendo la vista a Bartimeo, un ciego a quien todos conocían en Jericó, hizo que una gran multitud se conglomerase en la puerta de la ciudad.

Entre esos curiosos estaba un tal Zaqueo, jefe y director de los aduaneros de la zona.  Era pequeñito de estatura, dice el evangelista por lo que, en las aglomeraciones de multitudes, estaba condenado a no ver nada, por eso, entre el mar de gentes no lograba distinguir al famoso maestro galileo. 

Pero Zaqueo era hombre tozudo, así que buscó un sicomoro que resistiera su peso, y se encaramó en él.

Cuando Jesús pasó ante él, no pudo dejar de percibir la extraña figura de aquel hombre subido como un chiquillo sobre un árbol. Quizá preguntó de quién se trataba y alguien le explicó que era un famoso ricachón que les exprimía a todos con los impuestos que, para colmo, revertían luego en las arcas romanas. A Jesús no le fue difícil adivinar qué gran corazón se escondía tras el pequeño cuerpecillo y afrontó la situación con un cierto humorismo. Comenzó por llamar a Zaqueo por su nombre, como si se tratase de un viejo camarada y siguió por autoinvitarse a su casa.

"Baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa" (Lc 19,5).

La sorpresa de Zaqueo debió ser enorme, pero sin hacer una pregunta, bajó del árbol y corrió hacia su casa para que todo estuviera dispuesto cuando Jesús llegase.

Pero no todos asistieron a la escena con la misma limpieza. Muchos murmuraban de que hubiera entrado a alojarse en casa de un hombre pecador (Lc 19,7). ¿Es que no había en todo Jericó un centenar de casas «limpias» que hubiera podido escoger mejor que la de ese impuro? Zaqueo es un traidor al nacionalismo judío, un enemigo del pueblo escogido y, por tanto, de Dios. 

Cuando Jesús llegaba, desde la misma puerta y ante el amplio grupo de apóstoles y curiosos que lo acompañaban, hizo una solemne proclamación: Señor, desde hoy mismo doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si a alguien le he defraudado en algo, le devolveré el cuádruplo. La misma audacia generosa que le lleva a subirse al sicomoro, prescindiendo de todo respeto humano, es la que le empuja ahora a una decisión tan radical. No va a dar una pequeña limosna, va a dar la mitad de su hacienda. No va a devolver lo que haya podido robar, va a multiplicarlo por cuatro.

Jesús ahora sonríe: he aquí alguien que le ha entendido sin demasiadas explicaciones, he aquí un corazón como los que él mendiga. Dice: Hoy ha venido la salvación a esta casa, por cuanto que éste es verdaderamente un hijo de Abraham. Y luego, repitiendo algo que ya ha dicho muchas veces, añade: Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).

Quienes oyen esta frase sienten en sus almas un nuevo latigazo: ven en ella un nuevo reto a los fariseos, para quienes lo perdido está perdido para siempre.  ¡Otra vez el predicador que desordena el orden establecido y coloca a los pecadores y prostitutas por encima, en su interés, de los santos y los puros!.


-Jose Luis Martín Descalzo, La Cruz y la Gloria-

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