Exhortación a la práctica heroica de la fe y de la caridad -San Tito Brandsma-



Suele decirse con frecuencia que vivimos en un tiempo magnífico, un tiempo de grandes 
hombres y grandes mujeres. Pero tal vez sería más cierto decir que vivimos en un tiempo de 
gran decadencia de costumbres, en el que, sin embargo, muchos sienten la necesidad de 
reaccionar para defender las cosas que les son más queridas y sagradas. 
Es comprensible el deseo de que surja un guía capaz y fuerte. Nosotros buscamos un guía que luche por una causa santa, es decir, por un ideal fundado, no en las solas fuerzas del hombre, sino en los designios divinos. 

El neopaganismo considera la naturaleza como una emanación de la divinidad, y lo 
mismo sostiene respecto de diversas razas y pueblos de la tierra, pero afirmando al mismo 
tiempo que, como una estrella difiere de otra por su brillo y esplendor, así también una raza es más pura y más noble que la otra. Y en la medida en que esta raza posee una luz más brillante, tiene también la misión o tarea de propagarla y hacerla brillar en el mundo. 
Lo que, según dicen, solo es posible si, eliminando los elementos que le son extraños, se purifica a sí misma de toda mancha. De ahí proviene el culto de la raza y de la sangre, el culto de los héroes del propio pueblo. 

A partir de un tal error, es fácil llegar a otros errores no menos funestos. Es doloroso 
contemplar el gran entusiasmo y las grandes energías que se ponen al servicio de un ideal tan erróneo e infundado. Pero es lícito aprender del enemigo. Su falsa y perversa filosofía nos puede ayudar para purificar y mejorar nuestra visión del mundo y de los hombres, y su inútil entusiasmo nos puede servir de estímulo para acrecentar el amor hacia nuestro ideal, nuestra disponibilidad a vivir y morir por él y la firmeza para realizarlo en nosotros mismos y en los demás. 

También nosotros confesamos nuestra procedencia de Dios. Y queremos igualmente lo 
que él quiere. Pero no aceptamos la doctrina de la emanación de la divinidad, y no nos 
divinizamos a nosotros mismos. 
Admitimos, sí, que procedemos de Dios, y de él, por lo mismo, dependemos. Y cuando hablamos de su reino y rezamos por la venida del mismo, no pensamos en una diferencia de raza o de sangre, sino en una hermandad universal, porque todos los hombres son nuestros hermanos, sin excluir a los que nos odian y nos combaten, sintiéndonos íntimamente unidos a aquel que hace salir el sol sobre malos y buenos.
 
En ningún caso queremos caer en el pecado de un paraíso terrestre, en el pecado de hacernos iguales a Dios. Ni instituir un culto de héroes fundado en la divinización de la naturaleza humana. 
Reconocemos la ley de Dios y nos sometemos a ella. Y no queremos romper por una 
insana y delirante valoración de nosotros mismos la dependencia que nos une al Ser supremo, del que hemos recibido la existencia.
 
Con todo, aun reconociendo la ley de Dios dentro de nosotros mismos, advertimos la 
existencia de otra ley que intenta prevalecer en nosotros contra el Espíritu de Dios. Y a veces 
sentimos, como san Pablo, nacer en nosotros el deseo de obrar diversamente; se nos hace 
difícil reconocer la imperfección de nuestra naturaleza y su íntima contradicción. Querríamos ser mejores tanto en nuestro modo de ser como en nuestras aptitudes. Y a veces pensamos ser ya lo que solamente queremos ser, por más que, reflexionando serenamente, no dejemos de reconocer nuestra imperfección y comprendamos que podemos aún perfeccionarnos mucho. 

Admitiendo además honestamente que podríamos lograrlo, si fuera mayor nuestro esfuerzo. 
Porque nada se consigue sin trabajo y sin empeño. Nos convencemos, de hecho, de que, en 
lugar de detenernos a llorar nuestras propias o las ajenas debilidades, es mejor recordar lo que interiormente se le dijo a san Pablo: «Sufficit tibi gratia mea». Te basta mi gracia. Unido a mí, lo puedes todo. 

Vivimos en un mundo que condena el amor como una debilidad que hay que superar. No 
es el amor, dicen algunos, lo que hay que cultivar, sino las propias fuerzas: que cada uno sea 
lo más fuerte posible, y que los débiles perezcan. Son los mismos que afirman que la religión 
cristiana, pregonera del amor, ha cumplido ya su tiempo y debe, por lo mismo, ser sustituida por la antigua potencia germánica. 
Así es, por desgracia. Os vienen con esta doctrina, y no faltan incautos que la aceptan de buena gana. 

El amor no es conocido. «Amor haud amatur», decía ya en su tiempo san Francisco de Asís y, algunos siglos después, en Florencia, santa María Magdalena de Pazzi tocaba en éxtasis la campana del monasterio de las carmelitas para anunciar a todo el mundo cuán bello es el amor. 
¡Oh, también yo quisiera tocar las campanas del mundo entero para decir a los hombres que es hermoso el amor! Por más que el neopaganismo repudie el amor, la historia nos enseña que nosotros, con el amor, venceremos también a este nuevo paganismo. 

No, nosotros no renunciaremos nunca al amor, y el amor nos conciliará de nuevo los corazones de los paganos. La naturaleza supera a la filosofía, y por más que una ideología se empeñe en repudiar al amor y condenarlo como una debilidad, el testimonio vivo de este amor lo convertirá siempre en una nueva fuerza capaz de vencer y unir los corazones de los hombres.

De los sermones del beato Tito Brandsma sobre la virtud heroica y sobre los santos Vilibrordo y Bonifacio. 

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