Somos obra y hechura de Dios, por lo que debemos conservar hacia él un afecto particular, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todo el ser. Si no lo hiciéramos, nos convertiríamos en deudores de Dios, pecando contra el Señor. Y en tal caso, ¿quién rezará por nosotros? Pues como en el primer libro de Samuel dice Elí: Si un hombre ofende a otro, Dios puede hacer de árbitro; pero si un hombre ofende al Señor, ¿quién intercederá por él?
También somos deudores de Cristo, que nos redimió con su propia sangre, como un esclavo es deudor de su comprador, que ha pagado por él el precio estipulado. Tenemos contraída una deuda incluso con el Espíritu Santo, deuda que saldamos cada vez que no ponemos triste a aquel con el cual Dios nos ha marcado para el día de la liberación final; y no contristándolo, con su ayuda y con la acción vivificante que ejerce sobre nuestra alma, producimos los frutos que es justo espere de nosotros.
(Orígenes, presbítero)
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