¡Oh luz!, luz que Tobit veía cuando, ciegos los ojos de la carne, mostraba a su hijo el camino de la vida y lo precedía con el pie de la caridad, que jamás se equivoca; o la luz que veía Isaac cuando, con los ojos carnales cansados y velados por la vejez, mereció bendecir a sus hijos sin conocerlos y conocerlos al bendecirlos; o la que veía Jacob cuando, aquejado también él por sus muchos años casi no veía, proyectó los rayos de su corazón luminoso sobre las generaciones del futuro pueblo, prefiguradas en sus hijos, e impuso sobre sus nietos, los hijos de José, las manos místicamente cruzadas, no en el sentido en que su padre desde fuera rectificaba, sino en el que él interiormente discernía.
Ésta es la luz: es una y uno son todos cuantos la ven y la aman. En cambio, esta luz corporal —de que antes hablaba— sazona con una dulzura halagadora y peligrosa la vida de los ciegos amadores del mundo. Y cuando han aprendido a alabarte por ella, oh Dios, creador del universo, la asumen en tu himno, sin ser asumidos por ella en su sueño: así quiero ser yo. Resisto a las seducciones de los ojos, para evitar que se me enreden los pies con los cuales avanzo por tus caminos, y levanto hacia ti mis ojos invisibles, para que tú saques mis pies de la red. Tú los sacas una y otra vez, pues caen en la red. Tú no cesas de sacarlos, mientras yo no ceso de enredarme en las acechanzas tendidas por todas partes, pues no dormirás ni reposarás, tú que eres el guardián de Israel.
¡Qué de cosas, realmente innumerables, elaboradas por los más variados artes y oficios: —en vestido, calzado, vasos y otros objetos por el estilo, también pinturas y una variada gama de objetos de cerámica, que van mucho más allá de la necesidad, de la conveniencia y de un discreto simbolismo— no han añadido los hombres a los naturales atractivos de los sentidos, perdiéndose exteriormente tras las obras de sus manos, abandonando interiormente al que los creó y destruyendo lo que son por creación! Yo, en cambio, Dios mío y gloria mía, también por esto te dedico un himno y ofrezco un sacrificio al que por mí se sacrifica, porque las bellezas que, a través del alma, plasman las manos del artista, tienen su origen en aquella Belleza que planea sobre las almas y por la cual, día y noche, suspira mi alma.
Ahora bien, los artistas y los seguidores de las bellezas exteriores toman la suprema belleza como criterio estético de sus obras, pero no por criterio moral de su uso. Y no obstante, esa norma está allí, pero no la ven: está allí para que no tengan que ir lejos en su busca y reserven para ti su fortaleza, sin necesidad de disiparla en tan enervantes como agotadoras pesquisas. Y yo mismo que digo y me doy cuenta de estas cosas, me enredo a veces en estas bellezas, pero tú me librarás, Señor, me librarás porque tengo ante tus ojos tu bondad. Pues yo me dejo cazar miserablemente, pero tú me librarás misericordiosamente: unas veces sin yo darme cuenta, pues apenas si estaba a punto de caer; otras con dolor, por haber caído completamente.
-San Agustín-
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