El que se acusa a sí mismo acepta con alegría toda clase de molestias, daños e ignominias pues se considera merecedor de todo ello, y nunca pierde la paz.
Pero quizás alguien me objetará: «Si un hermano me aflige y yo, examinándome a mí mismo, no encuentro que le haya dado ocasión alguna, ¿por qué tengo que acusarme?»
En realidad, el que se examina con diligencia y con temor de Dios nunca se hallará del todo inocente.
Otro preguntará por qué deba acusarse si, estando sentado con toda paz viene un hermano y lo molesta con alguna palabra desagradable y sintiéndose incapaz de aguantarla, cree que tiene razón en alterarse y enfadarse porque, si éste no hubiese venido a molestarlo, él no hubiera pecado.
Este modo de pensar es ridículo y carente de toda razón pues no es que al decirle aquella palabra haya puesto en él la pasión de la ira, sino que más bien ha puesto al descubierto la pasión de que se hallaba aquejado, así que lo que tenía que haber hecho era dar gracias a aquel hermano, ya que le ha sido motivo de tan gran provecho porque con ello le ha proporcionado ocasión de enmendarse, si quiere.
-De las Instrucciones de san Doroteo, abad-
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