Al llegar de nuevo San Pablo a la ciudad de Efeso, halló algunos discípulos que habían aceptado ya la fe cristiana y les preguntó:
«¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» Ellos le contestaron: «Ni siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo» (Act 19,1-2). Aunque parezca increíble después de veinte siglos de cristianismo, si San Pablo volviera a formular la misma pregunta a una gran muchedumbre de cristianos, obtendría una respuesta muy parecida.
El primer motivo de esta general ignorancia obedece, quizá, a sus propias manifestaciones muy poco perceptibles para la inmensa mayoría de los hombres.
Se conoce bastante bien al Padre, se le adora y se le ama. ¿Cómo podría ser de otra manera? Sus obras son palpables y están siempre presentes a nuestros ojos.
Conocemos, adoramos y amamos inmensamente también al Hijo de Dios.La historia tan conmovedora de su nacimiento, vida, pasión y muerte; la eucaristía, sobre todo.
Pero con el Espíritu Santo, nada hay más oculto que la acción del Espíritu Santo sobre nuestras vidas.
Sólo tres veces se ha manifestado bajo un signo sensible: en forma de paloma sobre Jesús al ser bautizado en el río Jordán, de nube resplandeciente en el monte Tabor y de lenguas de fuego en el cenáculo de Jerusalén. Si el Espíritu Santo no es reconocido, no se puede expansionar, como quisiera ardientemente, sobre las almas y sobre el mundo cristiano.
Nada hay ni puede haber de más difusivo que este divino Espíritu, que es personalmente el sumo bien; y, sin embargo, al tropezar con la rebeldía de nuestra libertad olvidadiza e indiferente, se siente como constreñido a replegarse y restringirse, a limitar su acción santificadora a muy contadas almas que le son enteramente fieles, a dar como con mano avara sus dones inefables, puesto que son muy pocos los que se los piden y menos todavía los que son dignos de ellos.
Pero mucho más que el propio Espíritu Santo deberían dolerse los propios cristianos al verse tan poco instruidos y dignos de un Dios tan grande. Porque esto significa, ante todo, ignorar o despreciar la fuente misma de la vida sobrenatural y divina.
La Iglesia, en su Símbolo fundamental, reconoce expresamente al Espíritu Santo este estupendo atributo de conferir a las almas la vida sobrenatural:
"Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida" Sumerjámonos en el estudio de la persona adorable del Espíritu Santo y de su acción santificadora en la Iglesia y en las almas a través de sus preciosísimos dones y carismas.
-Antonio Royo Marín, EL GRAN DESCONOCIDO: El Espíritu Santo y sus dones-
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