Ese mismo año era yo enfermera, y en la enfermería había un crucifijo grande. Le tenía una gran devoción; iba a visitarlo a cada momento y la devoción iba en aumento; no me hubiera apartado nunca de él. A veces me ponía a razonar con él y le decía de corazón: “Señor, me tenéis que conceder gracias; de modo particular os pido la conversión de los pecadores”.
Estando orando así, una vez desclavó el brazo de la cruz y me indicaba que me acercase a su santísimo costado. De pronto, no sé cómo fue, me hallé abrazada a dicho crucifijo, mientras Él me decía: “Esto que hago ahora contigo lo hago para que veas cuánto me agradan tus peticiones”.
Lo que experimenté en ese momento no puedo explicarlo: sólo sé que me dejó deseo grande de padecer y ansia de la conversión de las almas, como también un recuerdo vivo de su santísima pasión.
Hubiera querido estar siempre en su costado, y cada vez que recordaba ese hecho, se me imprimían de tal modo las penas y los dolores de su pasión, que no podía contener las lágrimas.
-Santa Verónica Giuliani-
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