En el Nuevo Testamento, el lector se convierte en protagonista de lo que lee. La resurrección, por ejemplo, no es algo que pasó; es Dios aconteciendo en él en cuerpo y alma.
Dios libera al hombre del desamor que lo mantiene prisionero de sí mismo. El Espíritu del Señor unge al que lee y así puede anunciar la buena nueva a los pobres, dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos, es un amor que es persona, no cosa: Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre, aconteciendo en él, imprimiéndole una manera singular de mirar, pensar, hablar y soñar. Ojos del lector vueltos dulzura y transparencia.
Las palabras de Jesús le resultan familiares al corazón que ama. “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34)
Para S. Juan de la Cruz, bienaventurado y enamorado son la misma cosa, pues “la bienaventuranza no se da por menos que amor” (Noche 2, 12, 1). El enamorado es revelación de Jesús, de Dios; vive ya en el cielo.
“Si alguno me ama, guardará mi Palabra”. S. Teresita hace este comentario a su hermana Celina. “¡Guardar la palabra de Jesús! Esa es la única condición para nuestra felicidad, la prueba de nuestro amor a él. ¿Pero qué palabra es ésa…? Me parece que la palabra de Jesús es él mismo…, Él, Jesús, el Verbo, ¡la Palabra de Dios…!” (Carta 165, 7 de julio de 1894).
Jesús hizo esta confidencia a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna [...] y el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17). La mirada de Jesús en la noche dejó a este hombre sensible muriéndose de amor. Y a todo el que lo visita en la intimidad del corazón.
Padre Hernando Uribe Carvajal, OCD
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