Juntos vivían los dos monjes en lo alto de la montaña:
entrado en años uno, joven el otro. La figura del viejo ermitaño más parecía una gavilla de sarmientos: alto, seco, comida parca, sueño corto, duro consigo mismo.
Antes de rayar el alba, ya estaba en oración. Cómo resplandecía su rostro de gozo cuando cada mañana iluminaba el sol la cumbre del monte y él, desde su alto coro de piedra, cantaba sobre el valle, todavía denso en brumas:
- Montes y cumbres, manantiales y ríos, cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
El monje joven, en cambio, era todo ojos para ver, todo oídos para escuchar cuanto hacía y decía el Maestro. Sentía verdadera veneración por él, porque más que un hombre, evocaba otra Presencia: la de Dios.
Aquella cumbre era el lugar adecuado para su empeño contemplativo: lejanía del barullo de la ciudad, silencio creador, aire puro.
Cierto, era el lugar más adecuado. Sólo tenía un pequeño inconveniente: periódicamente debían descender al valle, avituallarse de provisiones y emprender de nuevo la marcha, pendiente arriba, cargados de alimentos.
A mitad del repecho bullía una fuente. Eso sí, cada vez que el viejo monje asceta en su fatigosa ascensión se acercaba a la fuente, ofrecía su sed a Dios... y pasaba de largo. Y Dios, que no se deja
vencer en generosidad, se lo agradecía cada noche, haciendo aparecer una estrella.
Era como la sonrisa de Dios, aceptando la renuncia de su
fiel servidor.
Pero aquel día, el venerable anciano dudaba. No es que a él le importara mucho beber: toda su vida había sido una larga cadena de renuncias; pero aquel novicio... Lo miraba y veía sudoroso, fatigado, los labios resecos, cargado con el pesado
saco de alimentos. Dudaba...
- ¿Qué hago? ¿Bebo... o no bebo? Si bebo, Dios
no me sonreirá esta noche tras la estrella; pero si
no bebo, tampoco beberá él. ¿Y llegará a la cumbre? ¿No desfallecerá por el camino?
Era mediodía: quemaban la piedras del monte.
- Pues beberé, se decidió al fin el viejo monje asceta: antes es el amor. Dios mismo lo ha dicho.
Inmediatamente el joven novicio se deshizo de su fardo pesado de alimentos, se arrodilló y bebió largamente. Cuando hubo saciado su sed, refrescó rostro y muñecas con el agua fría, se volvió
sonriente al Maestro y le dijo:
- Gracias... ya no podía más: me estaba muriendo de sed. de verdad, se lo agradezco.
Reemprendieron la marcha. Pero ahora, la que repentinamente se nubló fue el alma del viejo asceta:
- No debía haber bebido... Treinta años pasando junto a la fuente, privándome de beber... Tantas y tantas sonrisas de Dios... Hice mal. ¡Esta noche no se me aparecerá Dios tras la estrella amiga!
Llegaron tarde a la cumbre. Anochecía. Turbado como estaba, el monje anciano apenas probó bocado. Se retiró pronto a orar. Sus ojos no se atrevían a mirar al horizonte. Seguro, aquella noche no acudiría Dios a la cita de la estrella amiga.
Entrada ya la noche, a hurtadillas, como de reojo, miró. Sí, miró y gritó. No se pudo contener. Sus ojos asombrados no veían una estrella: veían dos.
Su viejo corazón de ermitaño se desbordaba:
- Gracias por la lección.... ¡Gracias, Señor!
entrado en años uno, joven el otro. La figura del viejo ermitaño más parecía una gavilla de sarmientos: alto, seco, comida parca, sueño corto, duro consigo mismo.
Antes de rayar el alba, ya estaba en oración. Cómo resplandecía su rostro de gozo cuando cada mañana iluminaba el sol la cumbre del monte y él, desde su alto coro de piedra, cantaba sobre el valle, todavía denso en brumas:
- Montes y cumbres, manantiales y ríos, cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
El monje joven, en cambio, era todo ojos para ver, todo oídos para escuchar cuanto hacía y decía el Maestro. Sentía verdadera veneración por él, porque más que un hombre, evocaba otra Presencia: la de Dios.
Aquella cumbre era el lugar adecuado para su empeño contemplativo: lejanía del barullo de la ciudad, silencio creador, aire puro.
Cierto, era el lugar más adecuado. Sólo tenía un pequeño inconveniente: periódicamente debían descender al valle, avituallarse de provisiones y emprender de nuevo la marcha, pendiente arriba, cargados de alimentos.
A mitad del repecho bullía una fuente. Eso sí, cada vez que el viejo monje asceta en su fatigosa ascensión se acercaba a la fuente, ofrecía su sed a Dios... y pasaba de largo. Y Dios, que no se deja
vencer en generosidad, se lo agradecía cada noche, haciendo aparecer una estrella.
Era como la sonrisa de Dios, aceptando la renuncia de su
fiel servidor.
Pero aquel día, el venerable anciano dudaba. No es que a él le importara mucho beber: toda su vida había sido una larga cadena de renuncias; pero aquel novicio... Lo miraba y veía sudoroso, fatigado, los labios resecos, cargado con el pesado
saco de alimentos. Dudaba...
- ¿Qué hago? ¿Bebo... o no bebo? Si bebo, Dios
no me sonreirá esta noche tras la estrella; pero si
no bebo, tampoco beberá él. ¿Y llegará a la cumbre? ¿No desfallecerá por el camino?
Era mediodía: quemaban la piedras del monte.
- Pues beberé, se decidió al fin el viejo monje asceta: antes es el amor. Dios mismo lo ha dicho.
Inmediatamente el joven novicio se deshizo de su fardo pesado de alimentos, se arrodilló y bebió largamente. Cuando hubo saciado su sed, refrescó rostro y muñecas con el agua fría, se volvió
sonriente al Maestro y le dijo:
- Gracias... ya no podía más: me estaba muriendo de sed. de verdad, se lo agradezco.
Reemprendieron la marcha. Pero ahora, la que repentinamente se nubló fue el alma del viejo asceta:
- No debía haber bebido... Treinta años pasando junto a la fuente, privándome de beber... Tantas y tantas sonrisas de Dios... Hice mal. ¡Esta noche no se me aparecerá Dios tras la estrella amiga!
Llegaron tarde a la cumbre. Anochecía. Turbado como estaba, el monje anciano apenas probó bocado. Se retiró pronto a orar. Sus ojos no se atrevían a mirar al horizonte. Seguro, aquella noche no acudiría Dios a la cita de la estrella amiga.
Entrada ya la noche, a hurtadillas, como de reojo, miró. Sí, miró y gritó. No se pudo contener. Sus ojos asombrados no veían una estrella: veían dos.
Su viejo corazón de ermitaño se desbordaba:
- Gracias por la lección.... ¡Gracias, Señor!
-LÓPEZ ARRÓNIZ, Prudencio. “Más allá...”-
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