En ciertos momentos de la vida, el cristiano tendrá que creer en contra de las apariencias, «esperar contra toda esperanza» (Rom 4, 18).
Inevitablemente, surgen ocasiones en las que no podemos comprender los motivos de la actuación de Dios, porque en ellas no interviene la sabiduría de los hombres, una sabiduría a nuestro alcance, comprensible y explicable por la inteligencia humana, sino la misteriosa e incomprensible Sabiduría divina, la que dirige todas las cosas, pues es infinitamente más poderosa y más amante, y sobre todo más misericordiosa.
Y si la Sabiduría de Dios es incomprensible en sus caminos, y a veces desconcertante, será también incomprensible lo que prepara para los que esperan en ella y que sobrepasa infinitamente en gloria y belleza a lo que podamos imaginar o concebir:
«Lo que ni el ojo vio, ni oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman» (I Cor 2, 9).
La sabiduría del hombre únicamente puede producir obras a la medida humana; sólo la Sabiduría divina puede llevar a cabo cosas divinas, y a esa grandeza divina nos tiene destinados. Esta debe ser, pues, nuestra fuerza frente al problema del mal y el dolor, no una respuesta filosófica, sino una confianza filial en Dios, en su Amor y en su Sabiduría.
La certeza de que «todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios», y que «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8, 18).
La Paz interior, Jacques Philipe
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