Señor, me has elegido
desde mi tierna infancia;
puedo en verdad llamarme
la obra de tu amor.
¡Cómo quisiera yo poder,
Dios mío, pagarte, agradecida,
devolviéndote amor.
Jesús, Amado mío,
¿qué privilegio es éste?
Yo, pobrecita nada,
¿qué había hecho por ti?
¡Y me veo en el blanco
cortejo de las vírgenes
que componen tu corte,
dulce y divino Rey!
Sabes que soy, Dios mío,
pura debilidad,
sabes también, Señor,
que no tengo virtud.
Pero igualmente sabes
que mi único amigo,
el único a quien yo amo,
el que me ha cautivado,
eres tú, mi Jesús.
Cuando en mi joven corazón
la llama se encendió del amor,
tú viniste, Jesús,
a quemarte en tu fuego.
¡Y sólo tú pudiste
saciarme el alma entera,
pues mi urgencia de amar
era infinita!
Cual tierno corderillo
lejos de la majada,
jugueteaba alegre
ignorando el peligro.
Mas ¡oh Reina del cielo,
mis pastora querida!,
tu blanca, tu invisible,
dulce mano sabía protegerme.
Y así, aunque yo jugaba
al borde de los hondos precipicios,
ya tú me señalabas
la cumbre del Carmelo,
y ya yo comprendía
las austeras delicias
que habría de abrazar
para volar al cielo.
Si amas, mi Señor,
la pureza del ángel
-de ese brillante espíritu
que nada en el azul-,
¿no amarás la blancura
del lirio que se eleva
sobre el fango, del lirio
que tu amor
supo conservar limpio?
Si el ángel de alas rojas
goza de presentarse
ante tus ojos radiante de pureza,
yo me gozo también,
porque ya en este mundo
el ropaje que visto
al suyo se parece,
pues poseo el tesoro
de la virginidad...
(Poesía de Santa Teresita del Niño Jesús)
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