LAS DOS ASOMBROSAS APARICIONES DE CRISTO CRUCIFICADO A SAN JUAN DE LA CRUZ


La primera aparición tuvo lugar en Ávila, en el Monasterio de la Encarnación,
a donde le había llamado santa Teresa como confesor de las monjas.
Hallándose cierto día sumergido en la contemplación de la Pasión, se le mostró el Crucificado, visible a los ojos del cuerpo, cuerpo cubierto de llagas y bañado en sangre.
Tan clara fue la aparición, que pudo dibujarla a pluma en cuanto volvió en sí.
La hojita amarillenta, sobre la que la dibujó, se conserva aún en nuestros días en el Monasterio de la Encarnación.
El dibujo da una impresión de modernidad.
La Cruz y el cuerpo están representados en fuerte escorzo, como vistos de lado: el cuerpo en movimiento forzado, muy separado de la Cruz, colgado de las manos (las manos, traspasadas por fuertes clavos, muy prominentes, son particularmente impresionantes), la cabeza está inclinada hacia delante de manera que no permite ver los rasgos de la cara y deja descubierta la parte superior de la espalda desnuda marcada de cardenales.




El Santo envió la hojita a la hermana María de Jesús a quien confió su secreto. Lo cual es cosa comprensible por cuanto el mismo Señor comunicó al alma de esta religiosa algo de los más íntimos secretos del Santo: la gracia que recibió en su primera Misa.
Ignoramos si le habló el Señor al inclinarse tan profundamente en la Cruz. Pero lo que podemos afirmar es que tuvo lugar un intercambio de corazón a corazón.
Sucedió esto poco antes de que se desencadenara la persecución de los calzados contra la Reforma, cuya principal víctima había de ser él precisamente.

La segunda aparición tuvo lugar en Segovia hacia el fin de su vida. Había llamado allí a su hermano Francisco que es el que nos ha transmitido el hecho: 
«Yo fui a verle y después de haber estado allí dos o tres días, le pedí licencia para venirme. Díjome que me detuviese algunos días más, que no sabía cuándo nos volveríamos a ver. Fue esta la última vez que le vi.

Una tarde después de la cena me tomó de la mano y me llevó al jardín y cuando nos encontramos solos me fijo: «quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor.
Teníamos un crucifijo en el convento y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la Iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hice como me había parecido.

Después de tenerle en la iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo:
«fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho».
Y yo le dije: «Señor, lo que quiero que me deis trabajos que padecer por vos, y que yo sea menospreciado y tenido en poco»

Fuente: La ciencia de la cruz, Edith Stein

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