Una cosa es amar la honra o estimación humana por sí misma y parando en ella, y esto es malo y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen fin, y esto no es malo.
Claro es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros; pues que si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque sea bueno.
Está escrito (Eccli., 41, 15): "Ten cuidado de la buena fama".
Es a Dios a quien tenemos que dar gloria, como la solemos dar viendo una rosa, o un árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mí., 5, 13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo bueno. Y este intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2 Cor., 4) a contar de sí mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le había hecho.
Es muy difícil no pegarse al corazón la honra que de fuera nos dan, así es cosa dificultosa y que muy pocos la alcanzan. Porque, como San Crisóstomo dice:
«Andar entre honras y no pegarse al corazón del honrado, es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez mirarlas con ojos no castos.»
Se requiere mayor virtud para tener mando que para obedecer. Cosa es de grandísimo espanto, que pudiendo un hombre andar seguramente por tierra llana, escoja los peligros de andar por la mar; y no con bonanza, sino con tempestades continuas. Porque, según San Gregorio dice: «¿Qué otra cosa es el poderío de la alteza sino tempestad del ánima?» Y tras estos trabajos y peligros que en lugar alto hay, sucede aquélla terrible amenaza dicha por Dios, aunque de pocos oída y sentida, (Sab., 6): Juicio durísimo será hecho en los que tienen mando.
-Fuente: San Juan de Ávila, Libro espiritual-
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