Cuando mi Hijo murió yo era como una mujer con el corazón traspasado por cinco espadas.
La primera fue su vergonzosa y afrentosa desnudez.
La segunda espada fue la acusación contra Él, pues le acusaron de traición, de falsedad y de perfidia. Él, quien yo sabía que era justo y honesto y que nunca ofendió ni quiso ofender a nadie.
La tercera espada fue su corona de espinas, que perforó su sagrada cabeza tan salvajemente que la sangre saltó hasta su boca, su barba y sus oídos.
La cuarta espada fue su voz mortecina en la cruz, con la que gritó al Padre diciéndole: ‘Padre ¿por qué me has abandonado? Era como si dijera: ‘Padre, nadie se apiada de mí, sólo tú’.
La quinta lanza que cortó mi corazón fue su amarguísima muerte.
Su preciosísima sangre se le derramaba por tantas venas como espadas traspasaron mi corazón. Las venas de sus manos y pies fueron horadadas, y el dolor de sus nervios perforados le llegaba hasta el corazón y desde su corazón volvía de nuevo a recorrer sus terminaciones nerviosas. Su corazón era fuerte y vigoroso, al haber sido dotado de una buena constitución, esto hacía que su vida resistiera luchando contra la muerte y que su amargura se prolongara aún más en el colmo de su dolor. A medida que su muerte se aproximaba y su corazón reventaba ante tan insoportable dolor, de repente todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza, que se le iba hacia atrás, pareció erguirse de alguna manera. Abrió levemente sus ojos semicerrados y a la vez abrió su boca, de forma que pudo verse su lengua ensangrentada. Sus dedos y brazos, que habían estado muy contraídos, se le estiraron.
Nada más entregar su espíritu, su cabeza se abatió sobre su pecho. Sus manos se corrieron un poco desde el lugar de las heridas y sus pies tuvieron que soportar la mayor parte del peso. Entonces, mis manos se resecaron, mis ojos se nublaron en oscuridad y mi rostro se quedó lívido como la muerte. Mis oídos no oían nada, mis labios no podían articular palabra, mis pies no me sostenían y mi cuerpo cayó al suelo.
Cuando me levanté y vi a mi hijo, con un aspecto peor que un leproso, le entregué toda mi voluntad, sabiendo que todo había ocurrido según su voluntad y no habría sucedido si él no lo hubiese permitido. Le di las gracias por todo y cierto júbilo se entremezcló con mi tristeza, porque vi que Él, quien nunca había pecado, por su grandísimo amor, quiso sufrirlo todo por los pecadores.
¡Que esos que están en el mundo contemplen lo que pasé cuando murió mi Hijo, y que siempre lo tengan en su memoria!”.
-Las Profecías y Revelaciones de Santa Brígida de Suecia-
No hay comentarios:
Publicar un comentario