Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte, bajo la sala de juicios de Caifás. Dos de los cuatro esbirros se quedaron con él, pero pronto fueron relevados por otros.
No le habían devuelto aún sus vestidos y seguía cubierto con la capa ridícula que le habían puesto. Le habían atado de nuevo las manos.
Cuando el Salvador entró en prisión, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los ultrajes, insultos y golpes que había sufrido y que tenía aún que sufrir como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que en sus padecimientos se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera. Los enemigos de Nuestro Señor no le dieron ni un solo instante de reposo. Lo ataron a un pilar en medio del calabozo y no le permitieron que se apoyara en él, de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies, cansados, heridos e hinchados. Es imposible describir todo lo que estos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos, porque su vista me afectaba de tal modo que me sentía verdaderamente enferma, como a punto de morir. ¡Qué vergonzoso, en efecto, que nuestra flaqueza nos impida contar sin repugnancia los innumerables ultrajes que el Redentor padeció por nuestra salvación! Jesús lo sufría todo sin abrir la boca, y fueron los hombres pecadores quienes perpetraron todos los ultrajes contra quien era su Hermano, su Redentor y su Dios. Jesús en su prisión, seguía rogando por sus enemigos, y cuando al fin le dieron un instante de reposo, le vi apoyado sobre el pilar y todo rodeado de luz.
(La amarga Pasión de Cristo, por Ana Catarina Emmerich)
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