REFLEXIONES SOBRE
LA SAGRADA COMUNIÓN (SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO)


El vivo deseo que el Redentor tiene de que con frecuencia le recibamos sacramentado movíale no sólo a exhortarnos muchas veces o invitarnos a que lo recibiésemos: “Venid, comed mi Pan, y bebed mi Vino que os he mezclado. Comed, amigos, y bebed; embriagaos los muy amados” (Pr. 9, 5; Cant. 5, 1); vino a imponérnoslo como precepto: “Tomad y comed; éste es mi Cuerpo” (Mt. 26, 26).
Y a fin de que acudamos a recibirle, nos estimula con la promesa de la vida eterna. “Quien come mi Carne, tiene vida eterna. Quien come este Pan, vivirá eternamente” (Jn. 6, 55-56). Y de no obedecerle, nos amenaza con excluirnos de la gloria: “Si no comiereis la Carne del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6, 54).
Tales invitaciones, promesas y amenazas nacen del deseo de Cristo de unirse a nosotros en la Eucaristía; y ese deseo procede del amor que Jesús nos profesa, porque –como dice San Francisco de Sales– el fin del amor no es otro que el de unirse al objeto amado, puesto que en este Sacramento Jesús mismo se une a nuestras almas (el que come mi Carne y bebe mi Sangre, en Mí mora y Yo en él) (Jn. 6, 57); por eso desea tanto que le recibamos. “El amoroso ímpetu con que la abeja acude a las flores para extraer la miel –dijo el Señor a Santa Matilde– no puede compararse al amor con que Yo me uno a las almas que me aman”.
¡Oh, si los fieles comprendiesen el gran bien que trae a las almas la santa Comunión!... Cristo es el dueño de toda riqueza, y el Eterno Padre le hizo Señor de todas las cosas (Jn. 13, 3).
De suerte que, cuando Jesús penetra en el alma por la sagrada Eucaristía, lleva consigo riquísimo tesoro de gracias. “Vinieron a mí todos los bienes juntamente con ella” dice Salomón (Sb. 7, 11) hablando de la eterna Sabiduría.
Dice San Dionisio que el Santísimo Sacramento tiene suma virtud para santificar las almas. Y San Vicente Ferrer dejó escrito que más aprovecha a los fieles una comunión que ayunar a pan y agua una semana entera.
La Comunión, como enseña el Concilio de Trento (sec. 13, c. 2), es el gran remedio que nos libra de las culpas veniales y nos preserva de las mortales; por lo cual, San Ignacio, mártir, llama a la Eucaristía “medicina de la inmortalidad”. Inocencio III dice que Jesucristo con su Pasión y muerte nos libró de la pena del pecado, y con la Eucaristía nos libra del pecado mismo.
Este Sacramento nos inflama en el amor de Dios. “Me introdujo en la cámara del vino; ordenó en mí la caridad. Sostenedme con flores, cercadme de manzanas, porque desfallezco de amor” (Cant. 2, 4-5). San Gregorio Niceno dice que esa cámara del vino es la santa Comunión, en la cual de tal modo se embriaga el alma en el amor divino, que olvida las cosas de la tierra y todo lo creado; desfallece, en fin, de caridad vivísima.
También el venerable Padre Francisco de Olimpio, teatino, decía que nada nos inflama tanto en el amor de Dios como la sagrada Eucaristía. Dios es caridad; es fuego consumidor (1 Jn. 4, 8; Dt. 4, 24). Y el Verbo Eterno vino a encender en la tierra ese fuego de amor (Lucas. 12, 49).
Y, en verdad, ¡qué ardentísimas llamas de amor divino enciende Jesucristo en el alma de quien con vivo deseo lo recibe Sacramentado!
Santa Catalina de Siena vio un día a Jesús Sacramentado en manos de un sacerdote, y la Sagrada Forma le parecía brillantísima hoguera de amor, quedando la Santa maravillada de cómo los corazones de los hombres no estaban del todo abrasados y reducidos a cenizas por tan grande incendio.
Santa Rosa de Lima aseguraba que, al comulgar, parecíale que recibía al sol. El rostro de la Santa resplandecía con tan clara luz, que deslumbraba a los que la veían, y la boca exhalaba vivísimo calor, de tal modo, que la persona que daba de beber a Santa Rosa después de la Comunión sentía que la mano se le quemaba como si la acercase a un horno.
El rey San Wenceslao solamente con ir a visitar al Santísimo Sacramento se inflamaba aun exteriormente de tan intenso ardor, que a un criado suyo, que le acompañaba, caminando una noche por la nieve detrás del rey, le bastó poner los pies en las huellas del Santo para no sentir frío alguno.
San Juan Crisóstomo decía que, siendo el Santísimo Sacramento fuego abrasador, debiéramos, al retirarnos del altar, sentir tales llamas de amor que el demonio no se atreviese a tentarnos.
Diréis, quizá, que nos os atrevéis a comulgar con frecuencia porque no sentís en vosotros ese fuego del divino amor. Pero esa excusa, como observa Gerson, sería lo mismo que decir que no queréis acercaros a las llamas porque tenéis frío. Cuanta mayor tibieza sintamos, tanto más a menudo debemos recibir el Santísimo Sacramento, con tal que tengamos deseos de amar a Dios.
“Si acaso te preguntan los mundanos –escribe San Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota– por qué comulgas tan a menudo..., diles que dos clases de gente deben comulgar con frecuencia: los perfectos, porque, como están bien dispuestos, quedarían muy perjudicados en no llegar al manantial y fuente de la perfección, y los imperfectos, para tener justo derecho
de aspirar a ella...”.
Y San Buenaventura dice análogamente: “Aunque seas tibio, acércate, sin embargo, a la Eucaristía, confiando en la misericordia de Dios. Cuanto más enfermos estamos, tanto más necesitamos del médico”. Y, finalmente, el mismo Cristo dijo a Santa Matilde: “Cuando vayas a comulgar, desea tener todo el amor que me haya tenido el más fervoroso corazón, y Yo acogeré tu deseo como si tuvieses ese amor a que aspiras”.



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