Ayer domingo, al subir la escalera para ir al coro alto a la misa cantada, recogida, sí, pero
sin ningún pensamiento particular, oí claramente dentro de mí: Mis delicias son estar con los
hijos de los hombres. Estas palabras que me impresionaron fuertemente, entendí no eran en
este caso para mí, sino como una especie de petición que el Señor me hacía para que me
ofreciera toda entera por darle esas almas que él tanto desea.
Vi claramente, no sé cómo, la
fecundidad para atraer las almas a Dios de un alma que se santifica, y tan hondamente me
conmovió todo esto, que con toda el alma me ofrecí al Señor, a pesar de mi pobreza, a todos
los sufrimientos de cuerpo y de alma, con este fin. Me pareció entonces que ese ofrecimiento
estaba bien, pero que lo importante únicamente era abandonarme a la divina voluntad, entera
y completamente, para que hiciese en mí cuanto quisiera y aceptara del mismo modo el dolor
que el gozo. Me pareció entender que no era lo que le agradaba lo que fuera el mayor
sacrificio, sino el cumplimiento exacto y amoroso de esa voluntad, en sus menores detalles.
En esto entendí muchas cosas que no sé decir, y cómo quería fuese muy delicada en este
cumplimiento, que me llevaría muy lejos en el sacrificio y en el amor.
Me ofrecí de tal modo, que nada exceptuaba, ni siquiera el infierno, si allí se pudiese
estar amando al Señor, pero luego soy tan cobarde... El Señor lo remedie, que yo no puedo
más que entregarme a él, con toda mi miseria. He vuelto a sentir ese como deseo de
entregarme por las almas y serle fiel para este fin pensando en lo que él había hecho por ellas,
me parecía me decía que no puedo hacer más, pero que por mi medio podría.
Me parece, al
sentir este inmenso deseo del Señor de la salvación de las almas, que es espantoso no Acabar
de entregarse a Dios, para que él pueda hacer del todo su obra en el alma, y así hacerla, a
pesar de su pobreza, fecunda para darle lo que él desea. Cada vez se presenta a mi alma más
claramente cómo nada tiene importancia de lo mío, sino solo el que el Señor sea glorificado.
¡Qué tesoro me ha dado el Señor al darme esta vida del Carmelo! Todo está en ella
dispuesto con tal sencillez, pero de tal modo, que con vivirla a fondo podría hacerlo todo.
¿Cómo podremos vivir en la casa de la Virgen, agradar con ella al Señor, sin imitarla, como la
santa Madre deseaba? Sentí cómo este es el camino de la carmelita, a ejemplo de María, cómo
tenemos que achicarnos, ser de veras pobres, sacrificadas, humildes, nada. Sentí muy
profundamente cómo Jesús nos da en su vida continuos ejemplos de sacrificios, de
humillación, de empequeñecernos, y no lo entendemos; sentí su misericordia y el celo de las
almas por este camino, que aquí está la fuerza que, por su misericordia, puede tener nuestra
vida. Que en esto, con su gracia, bien podría yo, tan pobre absolutamente de todo, imitarle
con más facilidad que otras criaturas.
Me parecía también entender que muchas de estas luces
no me las daba solo para mí, sino para poder guiar a mis hermanas. Lo único que hago es,
multitud de veces al día, decir al Señor que solo quiero vivir para amarle y agradarle, que
quiero todo cuanto él quiera y como él lo quiera.


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