GRACIAS, SEÑOR... Gracias, Señor, porque estás todavía en mi palabra; porque debajo de todos mis puentes pasan tus aguas. Piedra te doy, labios duros, pobre tierra acumulada, que tus luminosas lenguas incesantemente aclaran. Te miro; me miro. Hablo; te oigo. Busco; me aguardas. Me vas gastando, gastando. Con tanto amor me adelgazas que no siento que a la muerte me acercas... Y sueño... Y pasas...
NOCHE DE LA CIUDAD... Noche de la ciudad. Dios está cerca. Entre tantas orillas yo ensayo mis palabras: son sólo cercanías. Las miradas, los árboles se alzan, se acercan, vibran junto a la noche unánime donde el verso se afirma. ¿A qué? ¿Por qué? ¿Quién habla...? En el silencio giran las estrellas , los nombres. Dios es Dios en la cima.
EL OFICIANTE Eres, Señor. Y estás. Y así te vivo cuando tu nombre hasta mi verso llega. Entonces soy la tierra que se anega, y tiemblo bajo el agua que recibo. Como una miel que tercamente libo, rebrilla tu palabra entre mi siega de palabras... Ya sé; la cárcel ciega de mi mano no es digna del cautivo. Pero yo te convoco y Tú desciendes; toco la luz y el corazón me enciendes. Luego te entrego a los demás, Dios mío. Puente soy que a tu paso me resiento; hambre tengo y te doy por alimento, y abajo, con la muerte, suena el río.
ORACIÓN EN UNA PRIMAVERA Gracias, Señor, por este ramo de agua que llega del aire hasta los campos, hasta el bosque, hasta el huerto; gracias por tu palabra, de nuevo en el desierto, prometiendo las horas frutales de la siega. Gracias por tanta gracia, tanta cuidada entrega, por tanto ardor temblando desde el terreno yerto; gracias por estas flores primeras que han abierto ojos de luz a tanta claridad honda y ciega. Gracias porque te he visto latiendo en los bancales, favoreciendo, urdiendo, los tiernos esponsales del verdor con la tierra, la rosa con la rama. Gracias porque me enseñas a ser en lo que era, a olvidar mis estiajes en esta primavera... Gracias porque es llegado el tiempo del que ama.
EL HACEDOR Entra en la playa de oro el mar y llena la cárcava que un hombre antes, tendido, hizo con su sosiego. El mar se ha ido y se ha quedado, niño, entre la arena. Así es este eslabón de tu cadena que como el mar me has dado. Y te has partido luego, Señor. Mi huella te ha servido para darle ocasión a la azucena. Miro el agua. Me copia, me recuerda. No me dejes, Señor; que no me pierda, que no me sienta dios, y a Ti lejano... Fuimos hombre y mujer, pena con pena, eterno barro, arena contra arena, y sólo Tú la poderosa mano.
LA HORA UNDÉCIMA (Fragmento) En la sombra sin nadie de la plaza, la espalda de la amada y su silencio; en la sombra sin nadie de la plaza, aquel niño de Batres, mudo y quieto; en la sombra sin nadie de la plaza, mis hijos, solos, vadeando el sueño... Y han pasado las horas, y las luces distintas; los videntes y los ciegos han pasado —la plaza está vacía—; los torpes han pasado, y los despiertos, y los del pie descalzo y la sandalia rota; los de la cera, los del fuego, los de la miel, los del dolor pasaron... La plaza, sola. Un hombre, solo, en medio. Del Señor que llamaba, apenas queda una huella levísima en el suelo. Se detuvo en la arena como si algo le faltara. Miró a su espalda. Luego llamó otra vez. Y otra. Y todavía otra. Pero ya nadie oía; pero nadie abrió los balcones, las ventanas, las torpes barricadas de su encierro. El hombre, el hombre, qué delgada ruina, qué abdicación, qué torre sin cimiento, qué nube hacia otras nubes deshilándose, qué carbón imposible hacia otro fuego. El hombre, el hombre, el hombre, el hombre, el hombre, qué redoble de letras en un cuero rajado, qué bandera mancillada, qué cristal defendiéndose en el cieno, qué fuerza para nada, contra nada, qué rama malherida por el viento, qué triste perdidizo en la tristeza, qué soledad en soledad naciendo... El hombre, el hombre, todavía el hombre; yo, el hombre, ya lo he dicho; yo, en el miedo de un bosque, en las fronteras de una isla —el agua junto al pie, y el alma al cuello—; yo, el hombre, sí, yo mismo, yo, más solo que tú, hombre como yo; tanto o más lejos de la verdad que tú; más horas, años esperando que tú, o acaso menos, o acaso más... Oh, qué torpeza el hombre; oh, qué locura el hombre; oh, qué destierro, qué curva sin salida, qué raíces sucias de tierra, qué turbión, qué dédalo, qué picador en lo hondo de una mina sin la luz encendida del minero... El hombre yo, lo he dicho ya, creía que siempre habría más, que habría tiempo para más... ¿Para qué, niño de Batres? ¿Para qué que no sea tu silencio junto al pan en la tarde; con tus ojos volcados en la nada, en Dios inmersos?... El hombre, yo, junto al girar del cántaro, que busca sin descanso, aquí, en el centro de la plaza, a la orilla del arado, o en el arado mismo, junto al hierro resplandeciente de la vertedera, ¿está definitivamente ciego?... Vas a pasar, Señor, ya sé quien eres; tócame por si no estoy bien despierto. Soy el hombre, ¿me ves?, soy todo el hombre. Mírame Tú, Señor, si no te veo. No hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza que la que Tú me des, ni hay otro empleo mejor que el de tu viña... Pasa... Llama... Vuelve a llamarme... ¿Qué hora es? No cuento ya bien. ¿Es la de sexta?, ¿la de nona?, ¿la undécima? ¿O ya es tarde? Pasa... Quiero seguir, seguirte... Llama. Estoy perdido; estoy cansado; estoy amando, abriendo mi corazón a todo todavía... Dime que estás ahí, Señor; que dentro de mi amor a las cosas Tú te escondes, y que aparecerás un día lleno de ese amor mismo ya transfigurado en amor para Ti, ya tuyo... El ciego, el sordo, anda, tropieza, vacilante, por la plaza vacía. Ya no siento quién soy. No me conozco... ¡ Grita! ¡ Nómbrame, para saber que todavía es tiempo!... Hace frío... ¿Será que la hora undécima ha sonado en la nada?... Avanzo, muerto de impaciencia de estar en Ti, temblando de Ti, muerto de Dios, muerto de miedo. Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza, el barro que dejaste en el misterio.
POESÍA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA ANTOLOGÍA (1939 -1964) * * SELECCIÓN, DE LEOPOLDO DE LUIS
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JOSÉ GARCÍA NIETO |
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