Un domingo , Mi hermana María salió al jardín, dejándome con Leonia, que estaba leyendo al lado de la ventana.
Al cabo de unos minutos, me puse a llamar muy bajito: «Mamá... mamá». Leonia, acostumbrada como estaba a oírme llamar siempre así, no me hizo caso.
Aquello duró un largo rato. Entonces llamé más fuerte, y, por fin, volvió María. La vi perfectamente entrar, pero no podía decir que la reconociera, y seguí llamando, cada vez más fuerte:
«Mamá...» Sufría mucho con aquella lucha forzada e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo. Tras esforzarse inútilmente por hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de su hija, María alcanzó lo que deseaba...
«Mamá...» Sufría mucho con aquella lucha forzada e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo. Tras esforzarse inútilmente por hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de su hija, María alcanzó lo que deseaba...
También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacia su Madre del cielo y le pedía con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella... De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables.
Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la «encantadora sonrisa de la Santísima Virgen».
En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de alegría sin mezcla de ninguna clase... ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy...! Sí, pero no se lo diré nunca a nadie, porque entonces desaparecería mi felicidad.
Bajé los ojos sin esfuerzo y vi a María que me miraba con amor. Se la veía emocionada, y parecía sospechar la merced que la Santísima Virgen me había concedido... Precisamente a ella, a sus súplicas conmovedoras, debía yo la gracia de la sonrisa de la Reina de los cielos. Al ver mi mirada fija en la Santísima Virgen, pensó: «¡Teresa está curada!»
Sí, la florecita iba a renacer a la vida. El rayo luminoso que la había reanimado ya nunca detendría sus favores. No actuó de golpe, sino que lentamente, suavemente fue levantando a su flor y la fortaleció de tal suerte, que cinco años más tarde abría sus pétalos en la fértil montaña del Carmelo.
(Historia de un alma, Autobiografía de santa Teresita)
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